13/12/2020
 Actualizado a 13/12/2020
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Es la una y cuarto y estoy en la cafetería de la Universidad. Un sandwich club, un refresco y unas patatas fritas es lo que tengo a menos de dos palmos. A mi derecha, Cristina con su menú y, justo enfrente, Elena con un bocadillo de jamón y queso que aún tiene a medias. A los pocos minutos llega Nora, que solo se pide un té. De pronto, las cuatro recibimos el mismo correo: el profesor ha suspendido, por tercera vez, una clase, aunque había sido él quien decidió la fecha y hora de dicha recuperación sin tener en cuenta si a nosotros nos convenía ese horario.

Mientras hablamos con indignación sobre lo ocurrido, al igual que hacen nuestros compañeros por el chat de Whatsapp, aparece Irene, que vive a hora y media y solo tenía esta clase, pero el mensaje le había pillado saliendo del tren. Mientras ella se pide una palmera de chocolate, entra Ángela con enfado, apoya su mochila en el poyete de la cristalera y nos cuenta que ha recibido el mensaje cuando solo le quedaba una parada. Al rato llega Mariluz, que ha visto el correo en el autobús y no podía darse la vuelta. Terminamos de comer, trabajamos hasta que dan las tres –hora a la que tenemos la siguiente asignatura– y vamos al aula.

Allí nos encontramos a Edu, que ha comido, más bien desayunado, a las once y media porque vive en un pequeño pueblo de la sierra y tarda casi dos horas en venir, a Natalia, que leyó el mensaje en el parking, y a Patricia, que también estaba comiendo cuando se enteró de la noticia. Junto a ellos y otros compañeros, esperamos durante veinte minutos a que llegue el profesor de una clase que ya debería haber empezado. Su falta de puntualidad hace que varias personas, yo incluida, nos quedemos sin tiempo para hacer una exposición y tengamos que aplazarla.

Cuando hablo de estudiantes, hablo de personas. Cada una diferente, con su propia historia y vida, pero con una realidad académica similar, un hecho que desde la Universidad sigue sin entenderse, ya que aún se apuesta por tratarnos como números. Si quieren entender el hartazgo de los estudiantes, recuerden la existencia de un sistema educativo obsoleto que permite y normaliza las faltas de respeto.
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