24/07/2021
 Actualizado a 24/07/2021
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Cuentan que Jeannette Antonette Poisson, duquesa y marquesa de Pompadour, no quiso besar a Mozart cuando el pequeño niño prodigio actuaba ante la corte francesa en diciembre de 1763. Ante esta adelantada cobra versallesca, el desinhibido pequeño, ofendido, le dijo a su padre en voz lo suficientemente baja pero no tanto como para que nadie lo oyera: «Mejor, porque huele muy mal».

Encontré estos días la anécdota durante la relectura de una colección biográfica que un conocido diario nacional lanzó, hace algunos años, con ocasión del 250 Aniversario del Nacimiento de Mozart. Acompañaba una ambiciosa selección de obras musicales del mejor repertorio del genio vienes.

En aquellos tiempos, los músicos formaban parte de la servidumbre y trabajaban al servicio de las grandes casas de la alta aristocracia. Su pertenencia era marcada por una determinada vestimenta: la librea. Una suerte de uniforme compuesto por una levita con chaleco y un pantalón, generalmente corto hasta la rodilla y que solía ser de un determinado color para identificarles con la alcurnia correspondiente.

Llevar una librea u otra, suponía un total sometimiento a los caprichos de los patronos muchas veces desconocedores de la valía y potencial creativo de los músicos y demás artistas subestimados. Como ocurrió con el caso de Wolfgang Amadeus Mozart. Siempre subyugado y explotado por un padre que diezmó su infancia y malogró sus pueriles mañas. Algunos de sus biógrafos, como H. C. Robins Landon, han apuntado que quizá tanta compostura durante la niñez pudo ocasionarle al salzburgués cierto síntoma de Peter Pan que le dotó de esa particular personalidad.

De cualquier modo, Amadeus fue un transgresor al que la rebeldía le costó el rechazo de sus coetáneos. Eso le llevó a una muerte anónima en fosa común.

Caro le costó quitarse la librea para lanzarse a componer según los gustos de la plebe. Aunque ello no le impidió alumbrar obras maestras como la célebre ‘Flauta Mágica’. Cuenta Robins, que en cierta ocasión y durante el transcurso de una ejecución que él mismo se estaba inventando, entró un gato. Mozart, infantilmente corrió hacia él abandonando el clave, luego se puso a recorrer la habitación con un palo entre las piernas imaginándose jinete sobre un hermoso corcel. Tenía por entonces ocho años aunque ya de mayor protagonizaría historias semejantes.

Sublime, vital y desafiante. Se le atribuye la siguiente frase «Si el emperador me quiere, que me pague, pues sólo el honor de estar con él no me alcanza».

Grande Mozart. Y mejor sin librea.
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