Sidoro, un cantinero de leyenda

El del bar Isidoro en Cármenes es uno de esos personajes irrepetibles, de los que nunca se va del todo pues en todas las anécdotas aparecerá su nombre, pero que esta semana falleció con tan solo 74 años

Fulgencio Fernández
17/12/2017
 Actualizado a 17/09/2019
Isidoro haciendo un solitario en el bar. Arriba, su anuncio . | VENANCIO OVIES
Isidoro haciendo un solitario en el bar. Arriba, su anuncio . | VENANCIO OVIES
Isidoro era, seguramente, una de las mejores personas que he conocido. Me sobran datos para escribirlo. Isidoro era, seguramente, el paisano que más se esforzaba en que no se notara ese enorme corazón suyo.

Y esto es todo, tal vez lo único, que se debería decir de este cantinero de leyenda. Que es lo que será en el futuro, una leyenda, pues su nombre aparecerá en todas las conversaciones mientras haya generaciones vivas que hayan pasado por su bar; mientras se cuenten tantas anécdotas que allí se vivieron —como cuando estaba dentro Jaimito llegaba Willy y hacían una berrea humana que hacía salir despavoridas a las veraneantas—; mientras quede alguno de los muchos motes que puso —El Topo, Culobobo, Mediagorra, Mesiapraos...—; mientras se recuerde aquella emigración masiva a Cataluña en la que el capítulo de Isidoro daría para una enciclopedia; mientras alguien lea a Julio Llamazares pues entre sus cuentos, uno de los primeros, aparece uno que se titula ‘La noche (en) que llegué al Café Sidoro; mientras en cualquier viejo libro de fiestas aparezca el recordado anuncio: ‘Bar Sidoro  : Los clientes son nuestra especialidad. Sorayas incluidas’, pues en los motes también tenía los colectivos: Las Sorayas, un genérico para todas las clientas y Las Masieles, un genérico para las que cantaban en el coro; mientras haya limonada en Semana Santa pues alguien dirá: «No es mala, pero como la que hacía Sidoro». Solo él te podía recibir con un «asqueroso, ¿qué tomas?» y te parecía un saludo, pues después te contaba la anécdota de las dos mujeres que reñían en la distancia y una, cuando notó que las observaban, se vino arriba y gritaba: «¡Asquerosa, que te dejó el marido por asquerosa!».

Sólo a él se lo permitías, porque sabías que era fachada para tapar un corazón enorme. Se notaba que era hijo del Tío Perico, que siempre nos decía a los chavales en el atrio: «Guaje, a qué te meto al saco», pero no tenía saco.

Desde chaval se ganó Sidoro la vida en una casa con muchos hermanos. Jaimito, compañero suyo en tantas aventuras en Cármenes, en Cataluña, en la vida... recordaba estos días: «Fue el mejor segador a guadaña, cogía el marallo y no levantaba la cabeza, no habían quien lo siguiera... Lo llamaban de todos los pueblos, ahora, eso sí, si no tenían la bota de vino le leía el código».

Una anécdota —¡habría tantas!— de cómo era. En Navidad ponía dulces, turrón, etc, en cestas por el mostrador. Algunos llegaban y comían en abundancia y se mosqueaba. Sabéis qué hacía, ¿quitarlas?, no, llenaba la cesta y les decía, «¡come más, fártate!».

Julio Llamazares llamó al saber de su muerte. Y definió a protagonista de su cuento: «Se acaban los paisanos como Sidoro, un paisano de verdad».

De verdad. Y bueno. Mucho.
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