09/11/2015
 Actualizado a 16/09/2019
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N o fuiste la más cariñosa, ni la mejor dispuesta para el adorno, ni la más lista de la clase, ni la más jovial, ni la más atractiva. Ni siquiera la más humilde. Disponías, sin embargo, de una capacidad de sufrimiento que engrandecía tu figura. Ese era tu logro, la partida de nacimiento que siempre reclamabas en tus horas trastornadas para dar fe de ella a los que te rodeábamos. Diste cuenta fehaciente de cuanto te enseñaron: de Dios, de la constancia, del respeto, del amor por tus hijos. Y, por encima de todo, del trabajo. Nunca tuviste una ‘vida laboral’ y, sin embargo, fueron muchos los días –tantos como los de tu vida– en los que firmabas en tu curriculum, al acostarte por la noche, todo lo trabajado. Soltabas el látigo vehemente de tus reproches cuando era necesario, pero tan sólo una vez recibí aquella bofetada con la que, en broma, refrescaba yo tu memoria: habíamos ido los chavales a robar uvas a la viña de Corona, más allá de la Cárcava, en Puente Castro. Pillados in flagrante, regresé a casa, precavido. Abriste la puerta con Santos en tus brazos y ya noté en tu rostro la desazón y la furia. Recibí la bofetada con estupor, pero, al rato, te vi sentada en el escaño apesadumbrada: llorabas de rabia, por no haber sabido responder a las vecinas cuando reprochaban la fechoría de tu hijo Manolín, Felisa, el seminarista, vaya con el seminarista, que se dedica a robar uvas. Al cabo de los años, te recordaba siempre, ante mis hijos, aquella historia por ver tu reacción. No es verdad, decías, no lo recuerdo. Y acaso, pensaba yo, aquella bofetada llegó a ser uno de los incordios que te acompañó el resto de tu vida.

El mayor, sin embargo, resultó ser el de Santiago. Ese trastorno sí te marcó para siempre. Tras su separación, se fue a vivir contigo y, a trancas y barrancas, conseguisteis sobrevivir durante una temporada. Un mal día, marcado tu hijo por la desesperanza, recibió el ataque al corazón que nadie imaginaba. Llamaste al taxi porque aún no existía la urgencia del 112, pero el mayor impedimento fue el de los cinco pisos sin ascensor. A las mismas trancas y barrancas lo depositaste en la puerta de la calle. Sentado en el bordillo y babeando sangre, así fue como lo observó el taxista cuando paró en el número 4 de la calle Demetrio Monteserín, el mismo taxista que arrancó de imprevisto y dejó que muriese, entre espasmos. Yo espero que el resto de sus días reciba el conductor en la memoria, para desgracia suya, el rostro descompuesto y sanguinolento de tu hijo preferido muriéndose entre tus brazos.

Tan hondo había calado en ti tu afán por la labor doméstica y por el trabajo campestre en el huerto del pueblo, que arrinconaste, apoyada en tu desmemoria, las otras labores, las religiosas que siempre consideraste fundamento de tu vida. Con noventa años adecentabas, paciente, con intención los surcos donde plantabas las hortalizas y las flores cada temporada. Llegaron a resultarte extraños los consejos replicantes del campanario, como si tan sólo significasen las advertencias de un reloj marcando las horas: te habías olvidado de tu dios, o puede que fuera él quien se olvidase de ti. La única presencia saludable era la de tu hija, a quien llamabas a gritos porque estabas asustada de tan hondo silencio y temías sucumbir ante aquel laberinto que desconocías. Todos resultábamos ajenos a tu memoria, si bien, de vez en cuando, me sonreías como si me conocieses de siempre: Manolo, claro, Manolo, hijo mío, y por dónde andas ahora. Y yo rozaba tu cara con igual delicadeza que el escultor acaricia la de su obra, como habrán de rozar mis hijos la mía al cabo de los años, cuando vuelva a convertirme en el niño que seguía tus pasos, camino de la iglesia desde los Altos de la Nevera.

Ahora estás en otro mundo. Es como si te hubieses convertido en una mujer desconocida porque sólo queda de ti la belleza de ese gesto que compones cuando alzas la cara para buscar respuesta a lo que nunca solicitaste. Pero en mi alma conservo los restos gloriosos de tu naufragio, el de aquella nave joven, la mujer que sumergía sus sábanas en el Torío y se esmeraba alrededor de la cocina para ofrecernos lo que tal vez no merecíamos, la madre que nunca encontró tiempo para descansar ni otra mira que la de la labor y la entrega. Sic transit gloria mundi.
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