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Si te dicen que caí

05/04/2020
 Actualizado a 05/04/2020
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Cuento con un amigo que sigue apurando la vida a fondo y asume serenamente que, si tuviese que meterse en un box, tendría los días contados. No obstante, indica, si llega el desenlace y no lo pueden atender, no quiere que se excusen en parámetros, pronósticos, o test de priorización intensiva. Prefiere que le digan, a las claras, que en la UCI no cabe ni una pulga más. Sobre todo, que no le hablen de criterios o protocolos, ni le abrumen con palabras inhóspitas: lo de comorbilidad, por ejemplo, le suena a mal gélido y venéreo. Puestos a oír diagnósticos, mi amigo se inclina por expresiones más vigorosas: cuánto ‘winston’ ha fumado usted, tiene el hígado de un crápula, hay pacientes con un futuro más prometedor. Es verdad que hay muchos capullos atléticos, añade, y gente con salud de hierro que son unos hijos de puta, pero se tomaría el asunto con deportividad. Dada la situación, consciente del problema de medir la bondad, no se lo reprocharía a nadie: sabe bien que en los hospitales trabajan, en condiciones durísimas, hombres y mujeres que son un símbolo de coraje y decencia.

Como es un poco vicioso, eso sí, llegado el momento, agradecería un chute de morfina. Suena frívolo, pero siempre le ha intrigado la rectitud piadosa con que Watson se la dispensaba a Sherlock Holmes. Lo que no quiere tropezarse es con un beato, sin despreciar el poder sedativo de las plegarias. Le gustaría irse de esta vida, a poder ser, como el protagonista de ‘Las invasiones bárbaras’ que, sabiéndose en las últimas, se las apañaba para que un camello le inyectara por las tardes unas dosis de caballo. Lo que mi amigo quiere decir es que, a la hora de la verdad, sobran los códigos, y esas curvas donde los tecnócratas maquillan el horror de los geriátricos. Pobres viejos, murmura mi amigo moviendo la cabeza. Tampoco es cosa de ponerse exigente, concluye, pero agonizar en soledad, como si estuvieras en una jodida trinchera, es lo último que se puede desear a un ser humano. Bastaría una almohada mullida, una ventana grande, la mirada dulce de alguien que pasase por allí: una enfermera con luz en el alma y piedad en los ojos. Ignoro cómo le está yendo, es de ese tercio de leoneses que afronta la cuarentena en soledad. Nunca ha sido de redes ni ‘wasaps’: sospecho que los tipos como él, grises e inofensivos, pueden tener los días contados
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