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Si el futuro es esto

06/04/2020
 Actualizado a 06/04/2020
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Si el futuro es esto, quizás tengamos que reconocer que no lo hemos hecho demasiado bien. En los últimos días, con el confinamiento, uno lee y escucha quizás más que nunca, quizás más de lo debido, y no faltan los agoreros ni los profetas, como se estila con los asuntos propios de apocalipsis. Nosotros mismos, en esta columna, hablábamos la pasada semana del mundo que nos espera. Nos preguntábamos en qué nos convertiríamos después de esta gran sacudida, después de este terremoto que han sufrido nuestras vidas.

Y entre las profecías, ahí están las que anuncian que esto es verdaderamente el futuro, el que ya dibujaron algunas historias y algunas distopías. Existe la creencia de que lo viejo no sólo no se acababa de ir, sino que permanecía enquistado en este siglo tercamente inmaduro y adolescente. No nació aún el siglo adulto, lleno de dudas y temores, atenazado por la inseguridad y la debilidad de pensamiento, cercado por una progresiva tendencia autoritaria, por la nueva compulsión puritana que daña irremisiblemente la libertad.

Ahora, muchos creen que lo viejo ha sido arrancado de cuajo, aunque quizás tardemos en percatarnos de ello, como si la realidad, en vista del momento plano y gris, hubiera decidido dar un golpe sonoro sobre la mesa, desatascando el mecanismo preso de la herrumbre. Nada que ver con teorías conspiratorias ni con las venganzas de la naturaleza herida, aunque, no lo duden, la Tierra suele cobrarse su tributo, tarde o temprano. Simplemente la civilización, particularmente en el mundo rico, lleva años de ensimismamiento, con una peligrosa tendencia, como tantas veces hemos escrito aquí, al control y a la simpleza, representada por algunos dirigentes profundamente incapaces de poner en marcha una nueva visión del mundo. Muy al contrario, asistimos a maneras retrógradas de hacer política, enquistadas, también, en el pasado. No ha nacido el mundo nuevo, y eso nos afecta a todos: necesitamos una voz diferente, alguien que sea capaz de formular las coordenadas de las nuevas formas de vida que, sin duda, van a llegar. No extraña, pues, la dolorosa desorientación de Europa.

Es posible que este paréntesis suponga la pausa que anuncia un nuevo tiempo. No sucederá al día siguiente. Pero muchas cosas han demostrado su inutilidad, o su frivolidad, y la realidad tomará nota de ello. Los ciudadanos, también. La desorientación de las dos últimas décadas quizás nos lleve ahora al temblor de las encrucijadas: qué camino tomar. Golpeados por la epidemia en medio de las dudas, tras una crisis económica y una crisis aún peor de liderazgos, los ciudadanos quizás se retraigan a la espera de tiempos mejores. Al confinamiento físico tal vez le siga un confinamiento de las ideas y de las esperanzas. Abogo por desprendernos del vértigo interesado, abominar de la velocidad enfermiza que destruye nuestra sociedad, volver a poner la vida por encima de la política, más allá del combate ideológico y de la discrepancia que se narra en las batallas mediáticas, ese nuevo espectáculo.

Hay que retomar un nuevo hilo de Ariadna para salir del laberinto. No basta con las mismas recetas. El escenario va a cambiar, está cambiando. Se dice que de las crisis se sale con más fuerza, que la capacidad de reinvención del ser humano es extraordinaria, pero si el mundo nuevo no aparece aún y nos encontramos en ese territorio difuso, donde lo viejo aún no muere (y al que algunos se agarran como a un clavo ardiendo) y donde la nueva civilización no termina de hallar sus fundamentos, entonces quizás el instante será verdaderamente peligroso. La indefinición suele favorecer el desastre. La inadecuación de los mecanismos de trasformación, la falta de profundidad intelectual de las decisiones, la ausencia de un nuevo Humanismo liberador: he aquí factores que pueden convertir el futuro, si es que ya estamos en él, en una pesadilla.

A la preocupación sanitaria le seguirá una preocupación económica. Pero lo que está en juego es una vida nueva. Se habla de que la epidemia va a retraer e incluso derribar el concepto de globalización, pero, paradójicamente, se trata de un contagio global, aunque tenga sus diferencias geográficas. La globalización ha sido el enemigo declarado de ciertos liderazgos contemporáneos, algunos bien conocidos, que creyeron en la posibilidad de cerrar fronteras a cal y canto, desafiando los contactos con el otro, despreciando el intercambio cultural y atacando a menudo el principio de solidaridad entre los pueblos. Esta forma de vida, no exenta de declarados egoísmos, se presentó al pueblo, con éxito en varios casos, como orgulloso mensaje de supremacía local, como mensaje de defensa ante lo desconocido y de protección dentro de los muros de un castillo que casi replican, tantos siglos después, los muros medievales. La pobreza y el éxodo contribuyeron a cimentar estas funestas ideas. La ingeniería mediática y la siembra del odio en las redes hizo el resto. Se habló de patriotismo, de posiciones defensivas, perfectamente utópicas. El virus, irónicamente, nos ha llevado a un confinamiento aún mucho mayor, no sin antes habernos anunciado que las fronteras son una entelequia, que nada se detiene en el mundo de hoy.

Si esto es el futuro, puede suceder que lo convirtamos en una extensión de estas semanas de encierro. Más miedo, más sospecha, más temor. Terreno abonado para las murallas. Un mundo de máscaras, reales y psicológicas, ante el contagio potencial de un virus, de unas ideas, de una cultura. Si eso sucede, la derrota será inmensa. Será la derrota de la libertad. Será la derrota de la especie. Será la derrota del humanismo y el verdadero fin de la Historia.

Pero cabe la posibilidad de que los ciudadanos, quizás los denostados intelectuales que tanto odian los brutalistas (no quieren ni oler la cultura, en cuyo terreno de juego saben que perderían por goleada), nos enseñen ese nuevo hilo de Ariadna. Un camino no probado, una senda no hollada. La clase política mundial no podrá seguir con lo viejo. Tendrá que reinventarse y sólo podrá hacerlo a través de los mejores. No tecnócratas, sino intelectuales con sólida formación científica y filosófica. No se trata de un gobierno de elite: es la política basada en el conocimiento, en la complejidad de la realidad, mucho más que en el poder de la propaganda. La teatralización mediática no funcionará ante los ciudadanos avisados, que quieran defender el inalienable derecho a la felicidad, a la libertad y a la dignidad.

Si esto es el futuro, estamos ante una gran encrucijada. De nosotros depende.
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