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Setenta y dos horas

29/11/2020
 Actualizado a 29/11/2020
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Hay noticias que hacen confluir en su titular el asombro y la melancolía. Hace unos días he leído que los libros, al igual que los enfermos de covid, han de pasar necesariamente por una cuarentena. En la Biblioteca Pública de León, concretamente, setenta y dos horas desde que son devueltos. No sé si es suficiente o demasiado, pero así lo establecen sus protocolos. Es un lapso equivalente al que suelen dar, en ocasiones, a quienes han sufrido un percance grave. El umbral a partir del cual puedes sobrevivir, o distanciarte de la oscuridad. Me ha dado por pensar que, tal vez, esta práctica debería implantarse para siempre. No tanto por erradicar los miasmas adheridos a las solapas, o los bacilos que medraron en el lomo, si no para permitir que sus personajes descansen unas horas, o sus tramas se asienten antes de ser descifradas de nuevo. Una especie de reposo espiritual y bibliófilo. Sería una forma, también, de brindar una oportunidad a esos otros que nadie consulta y cuya salud se resiente, precisamente, por no dar aire a sus páginas. Quizá, cuando todo esto pase, podamos hacer lo mismo con las personas: sacar a la luz a todos aquellos que dejamos arrumbados en residencias macabras y enchironar unos días a los idiotas que propagaron irresponsablemente la enfermedad. De los primeros podría escribirse una historia que acabase en un cuaderno grande y rojo. Sería cuestión de leérselo a las generaciones futuras, para que no repitiesen la infamia. Porque los libros, pese a su misteriosa imperfección, vienen a ser los fieles testigos de su tiempo. Alguien escribirá un día la crónica de esta pandemia (podría titularse setenta y dos horas, tener la forma de un poema o de una obra teatral) y entonces, con él en las manos, vislumbraríamos algo de lo que sucedió. Por eso está bien que alguien se dedique a conservarlos en esos espacios que parecen condenados al ostracismo: si hay algo más triste que no poder tomarse una copa para evocar a un amigo que se fue, es no disfrutar del silencio de una biblioteca. Entre la exaltación de lo primero y la serenidad de lo segundo, hay menos diferencia de lo que pensamos: ambas costumbres remiten a lo mejor de nosotros mismos. También podría ser que nos dejasen llevar los libros a las terrazas y que las gargantas joviales, endulzadas por el vino, leyesen con gozo los versos más puros.
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