14/03/2021
 Actualizado a 14/03/2021
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El martes pasado se cumplieron 20 años de la suspensión del servicio militar obligatorio. Después de haber estado en vigor durante dos siglos, el 9 de marzo de 2001 el Consejo de Ministros presidido por José María Aznar, a través de la voz del ministro de Defensa Federico Trillo, liberabaen su mayoría a los jóvenes de tener que pasar por los cuarteles durante año y medio de su vida.

Sin nada que me lo impidiese antes de esa fecha, tuve que cumplir el servicio militar, con la suerte de hacerlo en España. Durante año y medio hice primero la instrucción en el campamento de El Ferral y luego en León, en la Zona de Reclutamiento y Movilización. Pero el ‘glorioso ejército’ de entonces no cumplió conmigo, dejándome secuelas en la instrucción que sólo desaparecerán cuando se haga efectiva mi condición de mortal. Bien, es verdad –todo hay que decir–, que apenas le di trabajo al vetusto Mauser que me tocó en suerte, ni lancé granada, ni disparé otra cosa desde mi cabeza y corazón que no fueseenormes ganas de acabar la ‘mili’. El mayor tiempo fuera del período de instrucción en El Ferral lo pasé ‘enchufado’ a la rutina de una oficina en la Zona de Reclutamiento y Movilización del Gobierno Militar de León, detrás de una máquina de escribiry poniendo a mano fechas en las cartillas de los reservistas. Quien mandaba en aquel servicio era un comandante aragonés, natural de Cariñena, nada escrupuloso, que calificaba a los mecanógrafos de ‘taquicárdicos’ o ‘bradicárdicos’, según el número de pulsaciones por minuto que diésemos a la Hispano Olivetti. Me acuerdo que un día le dije:

–Mi comandante, no sé que le pasa a la tecla B que no impresiona. Y el comandante me contestó tajante, como corresponde a la clase militar: –¡Qué remilgoso es usted, Gavilanes! ¡Pues póngalo todo con V y que le den por el culo a la gramática!

Durante el tiempo previo que estuve de instrucción en El Ferral, sufrí un percance en una rodilla, tras ejercicio violento en una sesión de gimnasia al saltar el potro. Apenas podía andar. Fui a consulta médica. Muchos reclutas a la cola y, en consecuencia, la amenaza del oficial médico de ‘meter un paquete’ a aquellos que le echasen ‘cuento’ al asunto. Recuerdo que se apellidaba Marquina. Tenía gorra de capitán y también en la frente tres estrellas de histerismo. Le llamábamos ‘termocéfalo’. Se decía que debió de contraer esa dolencia en África, sirviendo en el Sahara. Las altas temperaturas del desierto probablemente le habían recalentado el cerebro.

–¡Vitamina A, linimento y venda! El siguiente... –me soltó, sin proceder a un mínimo reconocimiento ni conceder un átomo de réplica por mi parte.

Medio a rastras fui tirando los tres meses que duró la instrucción, recuperándome despacio pero incompletamente, pues desde entonces mi rodilla ya no ha sido la misma. Perdí movilidad y velocidad. Pero seguí jugando al fútbol, deporte que he practicado desde niño con apasionamiento. Pasé luego al fútbol sala y la cosa empeoró.Con los cincuenta, sentía ya verdadero dolor después de cada sesión balompédica. Por lo que decidí consultar a un traumatólogo. Examinada la radiografía, me dijo, de brote pronto y sin piedad:–Observe la imagen, tiene usted la rodilla de un anciano de 70 años. Desde entonces dejé el fútbol. Y cuando me preguntan la edad:–Depende, si se trata de mi rodilla izquierda, 70; el resto, los 76 ya cumplidos. Cuando llegué a los ochenta, si los dioses me dan licencia y la rodilla izquierda no ha ido ganando años, los números de las partes de mi cuerpo se habrán unificado.
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