01/05/2021
 Actualizado a 01/05/2021
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Tuve un novio hace años (prácticamente siglos) que cuando se enfadaba por algo que yo hacía o dejaba de hacer, decía «¿Y quién soy yo? ¿El tonto de las palas?». Nunca llegué a entender el porqué de la expresión ya que jamás le había visto con una pala, pero el significado era obvio.

Me acordé de esto el otro día cuando leí que el Eurobarómetro ha reflejado que el 75% de los españoles recela del Gobierno y del Congreso, mientras que el 90% desconfía de los partidos políticos.

No es de extrañar que se produzca una desconfianza generalizada cuando tras votar en las urnas, el sistema de alianzas lleva a que quien gobierna no sea quien ha votado la mayoría sino una especia de engendro ‘mil leches’ que desvirtúa por completo toda ideología. Esta geografía política no hay programa electoral que la soporte.

A esto, entre otras cosas, se debe que Ciudadanos lleve un tiempo danzando frenéticamente de Pinto a Valdemoro para ver si no pierde la silla, lo cual le ha debilitado brutalmente, hasta el punto de que poquitos lo toman ya en consideración.

A esto mismo se debe el que los extremos vean claro que pueden entrar a empujones y darnos a todos el tostón, tal y como está sucediendo.

Porque no nos engañemos, este espectáculo bochornoso de sobres, insultos, falta de rigor político, disquisiciones raciovitalistas sobre el ‘madrileñismo’ y otras dialécticas de enjundia, tienen base en el vigente sistema de alianzas entre partidos, tema que precisa revisión cada día con más urgencia.

Una opción a valorar sería la reforma del artículo 99.5 de la Constitución, que impide elegir presidente al candidato que no consiga más votos a favor que en contra. Copiar el modelo vigente en los ayuntamientos, donde si en la primera votación nadie suma la mayoría absoluta, automáticamente sale elegido alcalde el más votado en las elecciones. O similar al que rige en las comunidades de País Vasco y Asturias, donde no se puede votar en contra de ningún candidato y sale elegido el más votado.

¿Es lo ideal? Puede que no. Quizá lo ideal sería que los partidos, incluidos los que representan a las minorías, pudiesen pactar, dialogar, alcanzar acuerdos y hacer política, pero visto lo visto y dado que la madurez de nuestra cultura política brilla por su ausencia, hace falta una opción que preserve la democracia y nos proteja a todos de los que actúan con olímpico desprecio por la mayoría.

Qué mejor que frenar el circo mediático (también en tela de juicio por los ciudadanos) con quien ni quiere, ni sabe dialogar, evitando que unos pocos en algunos casos faltones y, en otros, idiotas morales, se alcen con la inaguantable pretensión de influir sobre una mayoría silenciosa (o simplemente educada)

Si no nos pronunciamos y nos movilizamos por esta causa ¿En qué nos convertimos los contribuyentes? ¿En los tontos de las palas?
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