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Septiembre puede esperar

29/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Lo milagroso es que la vida sigue. Sigue a pesar de los terremotos de la política, de los desvaríos y las incongruencias, y de este mundo cada vez más poblado de líderes cansinos, egocéntricos y autoritarios, amigos del lenguaje intimidatorio. Pero la vida real se abre camino, como la naturaleza en lugares inhóspitos. Su vida y la mía, la nuestra, y la vida de los otros. La que sortea las dificultades de cada día, más allá de ese ruido enervante que emite a todas horas el engranaje del poder, un ruido que a veces parece el canto de las sirenas, no por su belleza, desde luego, sino por su atracción fatal. Hemos vuelto a vivir unas semanas de gran movida política en las televisiones, que es por donde se cuela con insistencia la realidad. Aunque, como sucede últimamente, todo tiene ya un punto de entretenimiento. Esta narrativa política, a ratos kafkiana, alimenta a guionistas y creadores en el universo cada vez más necesario del humor y la parodia política. Porque el humor es ya el último recurso. Un humor, por cierto, a menudo castrado y limitado con el oficio de los nuevos puritanismos, que no quieren dejar sueltas las riendas de la imaginación y de la libertad del lenguaje. Sin embargo, el humor es una de las grandes manifestaciones de la inteligencia humana, una de las pocas formas de salvarnos que nos van quedando. Si nos lo arrebatan definitivamente, como intentan con ahínco, habremos perdido la batalla.

Pues bien, el humor nos acompaña en estos momentos de infinita confusión y de infinito naufragio. Dijo Carmena que la gente es mucho mejor que sus políticos y es para pensárselo. La vida abriéndose camino en medio de esta maraña de despropósitos, en medio de este neoinfantilismo tuiteriano, aparece representada cada mañana en el empeño de la gente sencilla, que sólo contempla el gran teatro del mundo con una media sonrisa. El ir y venir por las calles, ese andar solitario entre la gente, que diría Muñoz Molina, es, finalmente, el tejido de la vida verdadera, más allá de imposturas y de dramatizaciones, más allá del carnaval de los egos y los hinchados liderazgos, más allá del oscuro manual de las estrategias. Vivimos momentos de grandes desacuerdos, de solemnidades bobas, que tienen poco que ver con la gente de verdad, con la versión humilde y digna de la gente machadiana. La última investidura fallida nos ha enseñado esa música del desacuerdo. Esa capacidad para descreer siempre de los otros, esa costumbre que tienen algunos de atribuirse el pensamiento verdadero, el único que merece la pena. En realidad, hemos asistido a unas jornadas en las que todos los grupos políticos, salvo quizás alguna pequeña excepción, mostraron con gesto desabrido un catálogo de agravios y una letanía de santos reproches.

Al paisanaje se le transmite la imagen de que es mejor no ceder un ápice que mostrarse condescendiente. Creo que algo ha calado en la sociedad contemporánea, o algo han visto los estrategas en la mentalidad actual: quizá lo han aprendido de las redes sociales. El no se impone sobre todas las cosas. Como en los patios de recreo, el que no ve aceptadas sus propuestas se revuelve en contra, y, como ya dijimos en otro sitio, si es necesario se lleva el balón a casa, que es la mayor y más egoísta demostración de poder absoluto en la niñez. Estos últimos días nos han mostrado gestos de profunda desconfianza. Hemos asistido a discursos con ingredientes medidos como en un laboratorio, discursos pronunciados mirando de reojo. Hemos llegado a ver un todos contra todos, una amarga exposición de motivos para el desastre, un enconamiento que no se llega a advertir ni en los más graves pleitos familiares. Frustración, insatisfacción, palabras veladas que se escapaban de los labios apretados desde las bancadas, sin un solo resquicio para el acuerdo. Estamos en la política de porque yo lo valgo. Uno empieza a pensar que no es cierto lo de la gran preparación de las generaciones más jóvenes, uno empieza a creer que faltan fundamentos de la filosofía, conocimiento de la historia, y, desde luego, empatía y seducción en los negociadores (no parece que se hayan lucido). En este tiempo tan afín a las inteligencias emocionales, dan ganas de mandar a correos, mensajeros y pactantes a un congreso de la felicidad, de esos que se organizan en balnearios. Creo que la moqueta y el minimalismo de los despachos no ayudan. Algunos esperan que llegue septiembre con sus frescos racimos.

Septiembre nos espera, sí, pero nadie sabe si la pausa de agosto (no todos la tendrán, desgraciadamente) nos limpiará de malos pensamientos. Nadie sabe si el sol nos librará de todo resentimiento. En estas estábamos, en pleno desacuerdo, contemplando atónitos el televisor, cuando se coló la figura rubicunda de Boris Johnson, nuevo primer ministro y líder conservador del Reino Unido de la Gran Bretaña. Como diría el otro, éramos pocos y… No es que no supiéramos que iba a ocurrir, pero ahora, tras sus discursos y su flequillo trumpiano, tenemos la seguridad plena de que todas las cosas serán mucho más difíciles. Es el destino de la política actual: el progresivo endurecimiento, la persistencia de lo áspero, el triunfo del lenguaje intimidatorio, el ansia de sembrar la inquina hacia los otros. Y la persecución hasta el infinito de las grandes ambiciones personales, que no se conforman con menos. Johnson alcanza ahora sí, desde aquellos años de Oxford, su sueño dorado: ser el jefe de todo. O él o el caos. De nuevo se impone la política del yo. Boris Johnson, tan fanfarrón (pero también tan inteligente) como un personaje de Shakespeare, promete el brexit por las buenas o por las malas, asume el desvarío de sus antecesores incluso sin creer en él (como casi todos), y también asume el sindiós de otros políticos que han llevado a Inglaterra a este absurdo callejón sin salida. Para ello cuentan con la nostalgia del imperio, con la fe ciega en la grandeza nacional y con el apoyo de los acuerdos de familia con Trump, que ama profundamente al nuevo líder. Bonito panorama. Johnson quería ser primer ministro, eso sobre todas las cosas. Pero quizás hubiera preferido no tener que apurar este amargo cáliz.

Afortunadamente, la vida es otra cosa. Lo milagroso es que la vida sigue. Ninguno de nosotros debería amargarse por la gran amargura que nos muestra la política contemporánea. Que agosto les sea propicio y que las sirenas canten en la mar sin llevarnos hasta los arrecifes. Disfruten también del silencio y del amor. Y apaguen los móviles. Nos vemos en septiembre, pero septiembre puede esperar.
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