11/09/2017
 Actualizado a 12/09/2019
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De niño me gustaba llegar a septiembre. No sólo por mi fiesta de cumpleaños, que también, sino por la recogida de las uvas (no recuerdo que en aquella época se adelantase), por el espectáculo extraordinario de los árboles frutales en todo su esplendor, y, en suma, por el aroma especial del otoño. Y hay que reconocer que el otoño, en nuestra provincia, es de una belleza especial. No sé si ya tanto. Las últimas noticias parecen el preludio de un desastre inminente. Todas, sí: la barbarie se está globalizando como un día se globalizó la economía. Pero en plan doméstico me temo que las cosas no pintan mejor. Estamos a punto de terminar un verano atroz para el medio ambiente leonés, con incendios, como el de La Cabrera o el de la Tebaida berciana, difícilmente reparables a corto plazo. Por citar sólo algunos. Y con esa imagen terrible de los pantanos vacíos, mostrando los huesos mondos de las casas sumergidas. Ya sé que las temperaturas no dejan de aumentar, que los efectos del cambio climático, el desastre global por antonomasia, no dejan de notarse, por más que algunos irresponsables o ignorantes, como el presidente de los Estados Unidos, se empecinen cada día en negarlo. Vivimos un momento muy difícil desde el punto de vista del equilibrio natural y, ya es mala suerte, nos están tocando algunos dirigentes tocapelotas para gestionarlo.

Ya hace tiempo que nos parece que León es una provincia bastante dejada de la mano de Dios, y de la mano de otros muchos. Si a eso le añadimos la despoblación y el envejecimiento, dos armas de destrucción masiva para un pueblo, el futuro que se dibuja ente nosotros es, ciertamente, muy complejo. No ayuda, claro, la coyuntura económica (aunque mejore levemente), ni tampoco el panorama global, que es ahora mismo, no creo que nadie discrepe en esto, directamente insoportable. El verano ha desnudado nuestra fragilidad (bueno, la de gran parte de la península), en lo que a asuntos relacionados con la naturaleza se refiere. Tenemos muchas ocupaciones políticas, es verdad, algunas tan surrealistas como graves, pero me temo que la mirada corta nos lleva, a todos, a dejar de lado lo verdaderamente importante. Poner muros o fronteras, sea aquí, o en Estados Unidos, es algo que no va a detener, por ejemplo, el desastre climático. Tarde o temprano se descubre la estupidez humana, reiterada además de manera recalcitrante. Aún creemos que podemos controlarlo todo, sin tener en cuenta otros muchos elementos que no están a nuestro alcance, y que no responden a normativas ni directivas de ningún tipo.

Aunque en la distancia (ya saben que pasé los últimos meses en Irlanda embebido en asuntos literarios y académicos) he contemplado el progresivo deterioro de nuestra provincia con infinita tristeza. No es que no estemos acostumbrados, pero es obvio que algo hay que hacer, y pronto, si no queremos que cada año nos acerquemos más y más al abismo. De poco nos van a servir los avances en materia de transportes (que, al fin, los ha habido, aunque queden muchas cosas pendientes), o ese ascenso meteórico de la Cultural y Deportiva Leonesa (con diferencia la mejor noticia del año, que celebro con entusiasmo), si no somos capaces de abandonar la inercia negativa y esa lamentable parálisis que, por unas razones o por otras, siempre parece atraparnos, como decía Joyce de su Dublin natal. Poco se puede hacer contra el aumento progresivo de la temperatura y el cambio en el régimen de lluvias. Es un asunto global, en efecto, que nos va a afectar muy directamente (ya nos está afectando), y que coincide además, como decimos, con un momento de estulticia y torpeza política internacional, tan grave como asombroso. España ha apostado, al parecer, por incrementar su masa arbórea, pero es un proceso lento que hay que agilizar cuanto antes. Los árboles son un déficit evidente en un país devorado paulatinamente por el desierto. Ya ven qué pronósticos hay para los próximos cincuenta años: ciertamente demoledores. Claro que, con incendios tan brutales como los que esta provincia ha padecido este verano, e incluso antes de que el verano empezara, me temo que todas las medidas van a ser pocas. Los desastres naturales se van acumulando, el desgaste de la provincia es constante, difícil de reparar, y se suma, además, a otros muchos inconvenientes. Aquí no vale aquello de ‘wait and see’, esperar y ver, esa estrategia a la que estamos, creo, demasiado acostumbrados.

No creo en el chauvinismo de ninguna especie, ni tampoco en esas afirmaciones altisonantes, casi siempre fruto del desconocimiento, o de la excesiva arrogancia localista, del tipo de «como mi tierra, ninguna». Pero es verdad que la provincia de León es maravillosamente diversa, que su muestrario de parajes es difícilmente superable, y que tenemos un bagaje cultural, artístico e histórico, al menos, tan interesante como el de cualquier otro lugar. ¿Por qué, entonces, este progresivo deterioro? ¿Por qué este implacable descenso hacia la irrelevancia? Las medidas de dinamización tienen que ser mucho más efectivas y mucho más urgentes. Ya sé que tenemos un carácter un tanto derrotista, o, al menos, ya sé que somos proclives al escepticismo, pero lo que sucede es que, como hemos escrito aquí otras veces, esas actitudes son las que nos dañan irremediablemente. Está muy bien el escepticismo crítico, la ironía y la retranca, está muy bien la duda, pero nada de eso nos va a ayudar de verdad, aunque pueda servir para salir airosos de las conversaciones.

Reconozco que vengo muy cabreado de este verano tan retorcido e injusto, no ya para esta provincia (fútbol aparte, ya digo), sino para todo el mundo. A veces uno se pregunta cómo los ciudadanos toleramos que la política nos complique la vida o nos haga infelices. ¿Para qué necesitamos a aquellos que nos amargan los días y las noches? Somos mucho mejores que todo eso. Vean el panorama planetario: es enfermizo. Porque no sólo hemos tenido aquí incendios y sequías atroces, sino que la actualidad misma no ha dejado de estar incendiada de continuo. El planeta entero está sumido en un vendaval de declaraciones inoportunas, pruebas balísticas, amenazas a refugiados e inmigrantes, muertos por terrorismo o por violencias locales, racismo, supremacismo, aliñado con declaraciones que parecen realizadas por perfectos idiotas, y que nos dejan perplejos. Y todo ello mientras la contaminación aumenta, los océanos se agotan, los ríos se secan, los icebergs se resquebrajan, y algunos se dedican a probar bombas mortíferas, o a amenazar con furia y fuego, en plan apocalipsis. ¿Qué es toda esta basura? Llámenme inocente, pero no creo que merezcamos vivir así. No hay derecho. Y si a alguien como nosotros, que a fin de cuentas vivimos en libertad y con moderados medios, el mundo nos parece ahora mismo atroz y en manos de algún que otro incompetente, imaginen qué les parecerá a los que sufren la guerra, la dictadura, la exclusión, el abuso continuo o el desprecio.

Claro que hay cosas buenas, pero cada vez vienen más de nuestra gente cercana, de los que nos quieren de verdad, de la gente sencilla, no de los que nos dirigen y nos ordenan, no de los que se suponen que tendrían que trabajar por nuestra felicidad, en lugar de mantenernos todo el tiempo en el filo de la navaja. Septiembre debería proporcionarnos calma, pero ya están ahí los informativos, avisando de todo lo malo que puede pasar, que no es poco, y presionando con normas y más normas de todo pelaje, con esa pasión reglamentista que tienen algunos, que a mí siempre me pareció el recurso de los incapaces, de los que aún no han descubierto que la felicidad depende de la imaginación, la creatividad, y, sobre todo, de la flexibilidad. Tenemos que reinventar la libertad: es cosa nuestra. Las ideas surgen de la libertad y de la apertura. Y sólo así avanzan los países. No estoy en contra de la tradición, pero sí estoy en contra del inmovilismo y la parálisis. No todo merece ser mantenido. La modernidad es más importante. El conocimiento, también. Por eso me he acordado de aquellos días entre viñas y carriegos, de aquel perfume del otoño, de aquellas lluvias primeras… Una imagen idealizada, seguro: pero a veces el único refugio es el territorio de la infancia. La verdadera patria.
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