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Sentido común leonés

29/07/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Decía el Fuero de León promulgado allá por 1017, en tiempos de Alfonso V en el por aquel entonces vasto Reino leonés, «que cualquiera que intentase quebrantar, a sabiendas, ésta nuestra Constitución, quiera de nuestra progenie, quiera de otra, quiébrensele las manos, pies y cabeza, sáltensele los ojos, arroje los intestinos, y herido de la lepra y de la espada del anatema, pague la pena con el diablo y sus ángeles en la condenación eterna». Y eso que de aquella no había cine gore ni nada por el estilo, aunque si sabemos que en el medievo en cuestiones punitivas no andaban con miramientos.

Tal salvajada normativa la recoge el también leonés Elías López Morán, jurista español oriundo de Canseco, en su libro Derecho consuetudinario leonés, editado por la Diputación Provincial de León, en aquella afortunada saga llamada Breviarios de la Calle Pez - castiza vía donde se encuentra la Casa de León.

Norma implacable sin duda dictada en tiempos recios en los que la rigidez institucional se trasladaba también al entorno familiar en forma de vara y zapatilla. El miedo implacable a las iras celestiales mantenía al individuo recto como vela y no digamos nada a la individua.

Tiempos en que los garantes de la ley y el orden no se andaban con fruslerías de medidas correctoras tales como trabajos en beneficios de la comunidad o prácticas restaurativas. La finalidad no era reinsertar sino sancionar y de paso ejemplarizar al resto de los mortales.

Temerosos de un Dios que consideraban, seguramente porque no le conocieran demasiado, implacable y justiciero, se lo pensaban mucho antes de conculcar norma alguna. Y si se aventuraban a pecar, con discreción. A nadie le apetecía pasarse la eternidad entre calderas infernales.Derecho divino y humano, pues, aparecían hermanados al considerarse a Dios como supremo legislador.

Por eso el legislador del Fuero legionense, al ponerse serio con los infractores, condenaba a la espada del anatema, que era la pena de excomunión para el católico díscolo que sería apartado de su comunidad religiosa, lo cual era sinónimo de ostracismo y rechazo, por mucho que los auténticos católicos de bien quisieran lanzarle un capote al pobre apestado.

La multiculturalidad que puebla hoy nuestros paisajes humanos condenaría, obviamente, hoy esa norma por su obsolescencia por mucho que tenga de consuetudinaria, ya que además se da de bruces con nuestra Constitución que en materia de derechos y libertades bien puede sacar pecho. Y es que hoy el Derecho, aunque a veces ande desbordado por tanto cambio, presenta la flexibilidad necesaria para hacer frente a cualquier comportamiento por muy deshonesto o deleznable que resulte.

Seguramente todo sea pura cuestión de cordura y de aplicar buena dosis de sentido común. De aquello si andaban sobrados nuestros ancestros, y si no juzguen lo que dispone el Fuero en materia de cooperación: «Cuando un vecino tiene la casa ruinosa y determina destruirla para edificarla de nuevo (…) no es preciso que avise a los parientes y vecinos más próximos: en cuanto ven que los individuos de la familia interesada comienzan la demolición, abandonan sus propias labores y corren presurosos a prestarles desinteresada ayuda».
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