06/03/2022
 Actualizado a 06/03/2022
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Me gustaría tener la cabeza en blanco y no encontrar ni una noticia que comentar, hasta el punto de tener que rellenar este espacio explicando la receta de una tarta de manzana o algo similar, arriesgándome a que el director del periódico no me lo diera por válido. O quizá agradeciera encontrar un tufillo dulce y templado entre tanto frío y caos. A saber. En cualquier caso, es imposible hacerlo, dada mi absoluta ineptitud como repostera. Otra opción sería repetir 626 veces una palabra que me revienta la cabeza, pero que voy evitar. Como es imposible esquivar el tema, arrancaré con una frase oída ayer y, quizá por el cansancio mental que padecemos, me impactó como una bala: «sin tiempo para llorar».

En una estación hay cientos, quizá miles, de personas. Sobre todo, hay mujeres, niños y muñecos de peluche (es demencial ver tantos muñecos de peluche huyendo de una guerra). Algunas personas tienen la mano en alto, indicando que son hombres. Las bajan sólo para abrazar a sus mujeres e hijos, antes de que un tren se los arranque de los brazos, como abriéndolos en canal, provocándoles la primera y más atroz herida de guerra. La reportera explica la escena que recoge la cámara: un hombre, tras abrazar a dos niños, se gira rápidamente, espantando las lágrimas con la mano, para que sus hijos no vean su desesperación. Y se aleja sin mirar atrás, a defender lo suyo, sin tiempo para llorar… No sé si la reportera, que siguió con su perorata informativa, fue consciente de lo que dijo, pero en mi humilde opinión, ya estaba todo dicho. Acababa de definir cada instante de esta frenética locura en la que millones de personas sencillas, con vidas normales, y miles de peluches, se han convertido en fugitivos, huyendo hacia la paz, sin rumbo, sin tiempo para pensar ni para asumir la pesadilla. Sin tiempo para llorar...

En mi propósito de no dar cabida aquí al acero y a los tanques, cuesta seleccionar momentos que demuestren la grandeza del ser humano. Cuesta elegir uno porque, paradójicamente, entre tanta barbarie, hemos visto tanta humanidad y valentía en las colas del éxodo, casi bíblico, como en los que quedan hacinados en búnkeres, sótanos o túneles de metro, convertidos en hogar para millones de humanos y miles de peluches. Es tan insoportable ver bebés y enfermos terminales acostados en sótanos y a millones de personas ahogándose en una guerra, con el monstruo mirándoles desde el puente, que cuesta cumplir el propósito de no dedicarle ni una letra para no ensuciar el texto.

Ocurra lo que ocurra, el monstruo ya perdió esta batalla de extremos: la ruindad más absoluta derrotada moralmente por la valentía, casi indescriptible, de los ucranianos. Esta maldita guerra ya la ganó un pueblo creyendo en lo imposible, demostrando lo que creíamos un tópico: han elegido morir de pie a vivir de rodillas, para asombro del mundo. La ha ganado cada mujer, madre o abuela. Todas las que huyen con niños en brazos, buscando el sol con la mirada, como los girasoles de su patria. Y las que los mecen en la oscuridad de un refugio antiaéreo, aislándolos del frío y del cemento, tragándose las lágrimas ante ellos. La gana cada padre, aceptando que un tren se lleve a sus hijos hacia la vida y se queda a defender su tierra para que un día, tengan dónde regresar. El soldado que cuelga vídeos bailando para que su hija de cinco años le vea feliz y vivo, o el que graba al pájaro que picotea su oreja y pasea por su hombro, como si fuese un campo, con una cara en la que no cabe más paz, en plena guerra. La ganó una mujer sola, encarándose a los soldados rusos, pidiéndoles que abandonen su país porque quiere vivir en paz. Seguro que algún libro registrará su historia y su coraje, dando a los soldados un puñado de semillas de girasol para que las metan en los bolsillos y, ya que invaden su país matando, que nazcan girasoles donde ellos caigan muertos. Esos girasoles, flor nacional de Ucrania, ahora convertidos en símbolo de apoyo y rechazo a la guerra, que giran el tallo, siempre buscando el sol, para beber la vida de él.

Dijo Gohete que «las personas ven en el mundo lo que llevan en su corazón». Preocupante, de ser cierto, porque el mundo ha caído en manos de un ente sin corazón, luego no existimos porque no nos ve. Tendremos que salvarnos nosotros mismos. De momento, miles de girasoles pequeñitos y sus madres, han girado el tallo y miran hacia nosotros, pidiendo vida… Mensaje recibido.

Hoy, ha sido reconfortante desayunar leyendo que los Padres Agustinos ceden su colegio de Valencia de Don Juan para acogerlos. Ojalá prospere y sus habitaciones, patios y aulas se llenen de pequeños girasoles, tiñendo de gritos amarillos el pueblo. Los demás, podríamos preparar una cama con un peluche encima, un pijama y una esponja nueva. Y empezar a caldear los hornos, pelar y rebanar manzanas, que encuentren la tarta hecha y el colacao caliente. Que se sacien antes de que el cansancio les haga caer dormidos y sus madres tengan el tiempo que no han tenido, para llorar la vida.
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