05/11/2020
 Actualizado a 05/11/2020
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Toda una vida cambia para siempre algunas veces (tantas veces) en un instante, en suspiro trágico, en un golpe de suerte o una casualidad sin retorno como es la decepción. Imagine entonces las volteretas de una existencia en seis horas de tiempo flexible, que se estira en el sufrimiento y se encoge en la dicha. Seis horas para desbaratar el futuro, para marcar con el hierro de la enfermedad las secuelas y empezar a conjugar en pasado los verbos que hacían el hogar familiar cálido y confortable.

Me hicieron escuchar una voz desconocida. Una voz frágil que luchaba por no romperse, azul angustia y nerviosismo de incredulidad. Contaba en dos minutos seis horas o quizá el resto de vida. Su madre bajó por propio pie hasta la ambulancia. Seis horas después se ahogaba muy grave en una de las UCIS casi saturadas de uno de nuestros agotados hospitales. Poco más tarde su tío también estaba hospitalizado por covid-19 y, en mitad del desconcierto, en aquella casa vigilaban al padre para alertar de cualquier síntoma grave. Seis horas y es otra vida y otra muerte.

Eso significa la pandemia. Morir inesperadamente, de covid-19 o de enfermedades de las que uno no se moría cuando había tiempo para ellas. Aquí lo habrán leído varias veces, pero a la vista del desmadre de irresponsabilidad política y ciudadana (mayoritaria en la política y minoritaria pero igual de dañina en la ciudadanía), lo hemos contado poco. Hay días que no hemos querido verlo y otros no nos han dejado que lo viésemos porque han impedido las imágenes urgencias adentro, UCIS adentro, escuchar entrecortarse la vida en tiempo de descuento. No era conveniente mostrar el riesgo real, lo llamaban alarmismo. Y quizá era exactamente lo necesario. La alarma desata el miedo y el miedo es una defensa para sobrevivir. Nos ha faltado miedo, nos sigue faltando miedo a pesar de los cementerios de despedidas prematuras. Seis horas después es seis horas tarde.
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