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Segundo escrito al obispo de Astorga

31/05/2019
 Actualizado a 19/09/2019
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Lo conocí un invierno con escasos relieves, lo escuché con atención, hablé con él no mucho pero con ganas, me presenté al final del acto benefactor que nos había reunido allí a tanta gente parroquiana o diocesana suya o no como yo ubicada en el no lejano Fabero del Bierzo, donde trepa la hiedra las jardineras de mi casa próxima al Pozo Julia hoy tan rebosante en el abandono salvo por la acción simuladora llevada a cabo por la Asociación de Mineros Cuenca de Fabero apoyada por el Ayuntamiento, pero muy acogedor de Santa Bárbara en el día dedicado a su festividad. Transcurría febrero, el 18, abrazado por el año 2017 tal puede comprobarse en La Nueva Crónica de esas fechas. Veguellina de Órbigo ese día nos abría momentáneamente sus brazos. Lo que allí se contó ya lo comenté en el escrito anterior, ‘El obispo de Astorga’. Ahora, no obstante, debo agregar que suscribo cuanto entonces manifesté.

Lo conocí, remacho, su nombre era Don Juan Antonio Menéndez Fernández, asturiano de Villamarín de Salcedo, sucesor de Camilo Lorenzo Iglesias quien había abandonado la diócesis por motivos de salud unido a la edad, bajo en estatura pero grande en valía y entrega a los demás, comenzando por su longevo padre a quien paseaba por las calles astorganas en una silla de ruedas. Su madre había fallecido y no tenía hermanos. Ocurrió, aclaro, en una charla que ofreció en la citada Veguellina dentro del espacio que maneja todavía ahora Tomás Néstor, ‘Conversaciones sin red’, por el que pasan personas con diversos oficios, cualidades, abundantes saberes y enseñanzas cercanas al público mediante conversaciones o entrevistas. Le gustaba salir, estar en contacto con las personas, visitar los pueblos correspondientes a su diócesis. Lo pasaba mal pero eso no impedía su sonrisa permanente en el rostro. Sí, lo pasaba mal. Sus preocupaciones eran muchas. Además de la problemática familiar, su labor propiamente pastoral con tantas iglesias vacías, falta de curas. Mas si esto no bastase era presidente de la Comisión episcopal para los migrantes, asunto recrudescente, crudelísimo, que seguro le arrebató el sueño muchas veces al tiempo que le engendró dolor a espuertas.

Igualmente pienso en la responsabilidad que le otorgó la misma Iglesia al elegirlo conductor de la comisión antipederastia. Con todo este bagaje a cuestas no resulta extraño que su corazón bombease aceleradamente y estallase dejándonos ‘huérfanos’.

Tampoco resulta extraño que en las parroquias diocesáneas se entonasen cantos y oraciones por su alma, que el propio alcalde astorgano considerase una ‘tragedia’ su muerte y declarase tres días de luto oficial por esta persona tan «cercana, querida».

¿Y qué decir de su entierro en la catedral maragata, la cual tanto debe al gótico, al renacimiento y al barroco? Lisa y llanamente, Astorga se quedó pequeña para acoger a sus vecinos y visitantes de toda índole como obispos, sacerdotes o laicos que quisieron asistir a las pompas fúnebres.

La verdad, esta noche me resulta doloroso escribir sin ira. El cabreo ha subido hasta su punto rojo.

Loado sea Juan Antonio Menéndez Fernández, obispo de Astorga. Una estrella purísima para su tumba.
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