16/10/2016
 Actualizado a 17/09/2019
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La Real Academia Española ofrece variadas acepciones vinculadas a esa «vasija redonda de barro o metal, que comúnmente forma barriga, con cuello y boca anchos y con una o dos asas, la cual sirve para cocer alimentos, calentar agua, etc». Revisando el diccionario para acertar con el título de esta columna descubrí expresiones como «una olla de grillos» que es ese lugar confuso y desordenado donde nadie se entiende (el Congreso de los Diputados, por ejemplo); «estar a la olla de otra persona», que es mantenerse a su costa (la Familia Real, sin ir más lejos); o «hacer a alguien la olla gorda», como el juego que practican muchos periodistas cuando informan sobre ambas instituciones. El significado que he elegido tiene que ver con una perturbación en la razón, la que experimentamos millones de currantes a la hora del almuerzo. En mi caso, oficinista estándar en una gran urbe, dispongo de tres opciones para comer, casi siempre solo. La primera es recurrir al socorrido tupperware, algo así como traerte la despensa al trabajo en forma de recipiente plastificado, cuestión ésta que no comparto, pues un mismo microondas para veinte personas son casi cuarenta recalentados en una, por lo común, desangelada habitación, office en lenguaje corporativo. La segunda conlleva buscar un menú o plato del día, más o menos decente, a un precio razonable y eso, fuera de León, puede convertirse en misión imposible. La tercera alternativa consiste en marchar para casa, pero, o tienes las tardes libres, o vives cerca, o te llevan y traen en coche oficial, que también lo he visto. Les cuento todo esto, queridos lectores, porque esta semana tuve la oportunidad de probar una Olla Ferroviaria, ver antes cómo se prepara y reflexionar después sobre su origen. Surgida a finales del siglo XIX en algún punto de la línea de vía estrecha más larga de Europa, la que va de La Robla a Bilbao, la Olla de Mataporquera (Putxera, para los de Balmaseda) servía para cocinar patatas con carne, cocido montañés, unos buenos garbanzos o cualquier otra legumbre que tuvieran a mano brigadas enteras de esforzados maquinistas, fogoneros y guardafrenos. Paciencia y prudencia la de aquella gente para conectar un tubo desde el serpentín de la locomotora hasta una vasija y así alimentar, calentar y motivar a una cuadrilla mal pagada con jornadas que, en muchos casos, rozaban las catorce horas de traqueteo. Por eso creo que a los de mi generación, con mejores condiciones laborales, se nos va la olla ya que hacemos de la comida en el curro algo aburrido, impersonal y poco nutritivo.
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