22/05/2022
 Actualizado a 22/05/2022
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Siento que no hay salvación posible para mí toda vez que llego a casa y miro el felpudo de los vecinos. Bajo el epígrafe ‘Normas de la casa’, la alfombrilla de la entrada enumera unas cuantas. ‘Sé feliz’, dice la primera, y mi cerebro añade inmediatamente una interjección: ‘Sé feliz, hostia’. Otras veces mi mente lo completa de manera más expeditiva: ‘Sé feliz… o te rajo’. El resto del reglamento reza del siguiente modo: ‘Ríe a diario. Sé amable. Da muchos abrazos’.

Ya ven ustedes: Unas inocentes sugerencias que las cabezas enfermas transforman en exhortaciones o, más aún, en ordenamientos coercitivos. O tal vez no sean tan sugerentes y sí ordenantes. La filosofía de la motivación, las tazas con mensajes positivos o las frases de autoayuda son una de las manifestaciones más claras de la perversidad del capitalismo. El sistema nos quiere felices y productivos, y no de ‘bajona’. Y si caemos en esto último, que por lo menos consumamos antidepresivos o cualquier otra cosa para mantener el primer mandamiento del nuevo decálogo: ‘Pon una sonrisa en tu rostro’. Hostia.

Una de las muchas chaladuras de esta época es la amenaza constante, escondida hasta en el resquicio más inesperado. Tampoco es imprescindible establecer un ordenamiento explícito: nunca como ahora se había castigado tanto a quien se sale del rebaño. Me lo comentaba no hace mucho Ramón Fontseré, de Joglars, con motivo de su espectáculo ‘¡Que salga Aristófanes!’: «Antes el que pensaba diferente era un héroe. Ahora es un traidor. Y esto sólo provoca uniformización». Si cuestionas el pensamiento mayoritario, los valores básicos o lo que dice el Gobierno, te señalan con el dedo y abren la boca como en ‘La invasión de los ultracuerpos’.

Tampoco hay que venirse ‘arribísima’ y ponerse la infame bufanda de ‘políticamente incorrecto’ (el sistema está encantado con quienes se autoproclaman así), porque ese camino es como esas salidas de la autovía que corren paralelas a ésta unos kilómetros para luego reincorporarse a la misma.

Estoy seguro de que la reacción de mi cerebro ante el felpudo de mis vecinos responde a algo ‘freudiano’, a algún tipo de neurosis, una rebeldía infantil no satisfecha o dios sabe qué rollos. Una pequeña trinchera, ridícula, inútil, que excavo para intentar defenderme de la avalancha de felicidad que parece imperar en el mundo mientras las madres de soldados muertos recogen los restos de sus hijos de 18 años en una caja de zapatos. No sirve para nada, no gano nada con ello, pero no hay forma de evitarlo.
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