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Se apaga la luz de agosto y galopan las sombras

30/08/2021
 Actualizado a 30/08/2021
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Mientras se apaga la luz de agosto, quizás una luz más deseada y necesaria que nunca, las sombras avanzan al galope sobre el paisaje inminente de septiembre. Agosto siempre fue hueco y perfectamente inútil, una veleidad, quizás burguesa, pero eso ya no es posible en este mundo hiperconectado, obligado a adorar a dos dioses implacables: el vértigo y la urgencia. Todo el mal bracea por hacerse un sitio cuanto antes. La realidad parece el agua sucia que sortea con demasiada facilidad las compuertas, siempre frágiles, de la felicidad efímera.

Agosto, pues, se apaga, y comienza eso que tan pomposamente se llama en los medios ‘el curso político’. Como si de verdad viniéramos de una desconexión total. Como si no estuviéramos aún envueltos en una grave y no muy bien explicada pandemia, en una crisis feroz y en una gran desazón colectiva. Como si el 1 de septiembre fuéramos a empezar de nuevo, renovados y limpios, igual que hacíamos en aquella infancia de noches interminables de verano. No, no es así. Soportamos el peso de la roca de Sísifo sobre los hombros, la levantamos inútilmente cada mañana.

Pero hay que seguir, a pesar de vivir un tiempo poblado de fracasos y decepciones. A pesar del galope de las sombras. El final de agosto se ha visto asaltado por las imágenes de la barbarie, por las tragedias que a menudo nos parecen lejanas, pero que ya no lo son, porque el mundo es demasiado pequeño. Y, aun así, a pesar de esta evidente pequeñez, las fronteras (ese invento humano) son capaces de marcar drásticas diferencias, separar la paz de la guerra, el futuro del pasado, la esperanza de la desesperación. Es injusto que la geografía tenga tanto poder. Ya saben: el valor geopolítico. Qué cosas.

Pero al final, más allá de haber nacido en un lugar difícil, más allá de los caprichos de la fortuna y del azar, están las decisiones de los hombres. Vivimos aún en el lado confortable del mundo (no sé por cuánto tiempo), y tenemos la obligación de ayudar a los que viven en lugares donde el miedo y la muerte, el conflicto y el dolor, se convierte en compañeros inseparables de la vida cotidiana. ¿Acaso no sabe Europa de todo esto? ¿Acaso no lo sabemos bien nosotros? ¿Acaso la memoria del pasado ha desaparecido?

La crisis de Afganistán se encendió como un reguero de pólvora, aunque estuviera alimentada desde mucho antes. Haití acababa de sufrir un nuevo terremoto, pero pronto lo olvidamos, o poco menos, porque las desgracias habituales terminan convirtiéndose en una peligrosa costumbre. El país que, según la opinión mayoritaria, habíamos intentado modernizar y pacificar, como antes otros, el país de los conflictos perpetuos, según enseñan los historiadores, el país más complejo del mundo, viajaba en el tiempo a gran velocidad al menos veinte años atrás (se diría que lo hizo en cuestión de segundos), como si todo el esfuerzo de algunas democracias, incluyendo la pérdida de numerosas vidas de procedencias múltiples, se hubiera borrado de un plumazo. Y así, con la misma velocidad, cundió la sensación de que estábamos asistiendo a un gran fracaso, mientras agosto se dejaba llevar.

Ahora, varios días después de que prendiera esa mecha que originó un gran caos, quizás un caos impensable desde la pulcritud de nuestra perspectiva, los reportajes empiezan a escribirse desde las vidas de las personas, pero abunda el análisis político, incluso las predicciones sobre el escenario electoral. Ya sé que todo es política, y que todo sucede por algo, y que, como dice Baños, habrá cosas que pertenecen a ese juego de los equilibrios internacionales (el orden mundial, que tantas veces parece desorden), cosas que nunca llegan al ciudadano y que, sin embargo, mueven los resortes del mundo. Con todo, lo que de verdad importa es la gente. Mucho más que la evaluación de daños en la credibilidad de las democracias occidentales, mucho más que la repercusión en nuestros sistemas políticos, y mucho más que la tan cacareada importancia geoestratégica, que a veces parece lo único importante.

El gran valor de una democracia reside no sólo en comportarse democráticamente, sino en convertirse en influencia, porque nada malo hay en propagar la libertad. La diferencia entre la intervención y la cooperación para la democracia (y el desarrollo) reside, debe residir, en la búsqueda de escenarios de entendimiento, incluso en las peores circunstancias. La raya roja está en los derechos humanos, que ha de ser el manual básico del comportamiento democrático en cualquier parte. Más allá de estrategias e intereses confesables e inconfesables, incluso desde la buena voluntad, occidente debe saber (y Afganistán debería servir como una buena lección, aunque esa lección casi nunca se ha tenido en cuenta, y así nos va) que las realidades no son siempre exportables, que debe comprenderse el contexto de cada pueblo, aunque, por supuesto, la vida y la libertad son innegociables.

La luz de agosto se apaga, es cierto, y las sombras galopan. Arrancará el curso político (y volverán las tensiones y las discusiones bizantinas), y pronto todo será otra vez demasiado local y cercano, y pensaremos en nosotros, y en nuestras rutinas, y en las dificultades propias, que no faltan, y puede que todo eso sea comprensible y fieramente humano.

Las batallas políticas, aquí o en Estados Unidos, donde Biden se enfrenta a las consecuencias de este fiasco (que no ha empezado ayer), nos mostrarán de inmediato las luchas de las democracias occidentales por recuperar el resuello tras este vértigo, también, justo es decirlo, tras el gran esfuerzo de evacuación realizado, en circunstancias atroces, en apenas unos días. Y, sin embargo, aunque algunos líderes se jueguen la credibilidad, aunque los partidarios de Trump acechen a Biden, al que juzgan súbitamente debilitado, aunque tengamos la sensación de asistir al fin de una época, como se ha dicho, lo importante seguirán siendo las personas, su libertad y su vida.

Nadie tiene dudas de que acabamos de asistir a una situación que, más aún en la quietud de agosto, parece el retorcido guion de una narración distópica. Lo que ha sucedido obligará a las democracias, no a reinventarse, sino a profundizar en entender mejor este mundo, en defenderse a sí mismas de sus propias debilidades o de sus detractores, que tantas veces aprovechan el río revuelto. Una democracia es fuerte por lo mismo que parece frágil: por la apertura, por abominar del autoritarismo y la intransigencia. Perder eso que llamaba Von der Leyen ‘el alma de Europa’, aunque la expresión resulte solemne, sería una derrota aún mucho mayor.
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