Se acabó la paz octaviana

César Pastor Diez
10/06/2019
 Actualizado a 19/09/2019
Durante las semanas previas a la campaña electoral daba gusto contemplar a dos conspicuos personajes españoles de distinto credo político estrechándose las manos y prodigándose sonrisas el uno al otro como si en vez de disputas ideológicas estuviesen explicándose chistes del malogrado Eugenio: «¿Saben aquel que dice…?» No parecía sino que estuviésemos disfrutando de la paz octaviana que vivió el Imperio Romano durante el reinado del emperador Octavio Augusto. Pasados veinte siglos, en francés se diría: «Le combat c’est fini; les soldats sont partis». Y los ingleses, más lacónicos, lo resumían así: «Don’t kill». Todo en conjunto nos sugería la famosa tregua de Dios, practicada sobre todo en la Cataluña medieval, en las luchas de la Iglesia y los campesinos contra los abusos de los nobles, que de ‘nobles’ no tenían nada.. Eso sí, la lucha contra los infieles no conocía tregua y se llamaba «la guerra de Dios», muy parecida a lo que hoy se denomina «guerra justa» inventada por los yanquis para machacar Vietnam, Irak, Afganistán y lo que convenga.

Lo malo fue que pronto llegaría la nueva campaña electoral y aunque la alta primavera astronómica estaba ya cubriendo de flores toda la campiña española, no volvieron las oscuras golondrinas de Bécquer ni los hermosos madrigales de Gutierre de Cetina, sino que aquellas sonrisas políticas fueron archivadas en dorados escriños y volvieron a abrirse la caja de los truenos, la caja de Pandora, la caja de pensiones y todas las cajas habidas y por haber; y volvieron a resonar por doquier los consabidos exabruptos, las acusaciones, las puyas y todas las artes de lucha nobles e innobles para conseguir una poltrona que les asegurase los garbanzos de hoy y de mañana, puesto que las leyes de este país permiten que con el ejercicio de dos legislaturas (ocho años en total), nuestros aguerridos políticos se retiren de la función pública con una suculenta pensión de por vida, mientras que al pobre currante se le exigen cuatro décadas de cotización para percibir una pensión mísera. Este es el sentido de la ‘igualdad’ que como es notorio ab initio predican nuestros políticos de derechas, de izquierdas y de los extremos, tanto los más progresistas como los más reaccionarios, sin que ninguno de ellos renuncie a la bicoca.

Y comoquiera que en España ya hay casi más políticos que currantes, la hucha de las pensiones tiene más agujeros que la criba de Eratóstenes, y el famoso Pacto de Toledo se fue al mismísimo carajo.

Todo esto me recuerda unos versos de ‘La corte de Faraón’ que solía canturrear mi abuela de León mientras lavaba la ropa en el lavadero y que decía más o menos así: «En Babilonia los ministerios suben y bajan tan de repente, que el que preside por la mañana ya por la tarde no es presidente». Una zarzuela que en su primera presentación pública hacia 1910 fue etiquetada de picante o sicalíptica y que en las más recientes representaciones aparece casi como pornográfica, con decorados cubiertos de órganos femeninos y masculinos, pues no hay que olvidar que nuestra cultura también se ha ido al estercolero a causa de que nuestros mentores sólo miran el mundo desde el suelo hasta la bragueta. Si hoy viviera aquella abuela mía, que tenía un genio de órdago parecidamente a Doña Urraca (no la reina de León, sino la Doña Urraca del comic ‘Pulgarcito’), siempre vestida de negro hasta los pies, se enfrentaría con su paraguas cerrado a todos esos señores de medio pelo y les mediría las costillas.

Porque…

¿Es que alguno de nuestros actuales políticos sabe realmente lo que es democracia, igualdad, respeto, educación y otras gaitas? Pues eso. Antes de la inminente investidura y antes de empuñar la vara de mando, que lean un poco, por ejemplo al francés Lamartine o a los lakistas ingleses de la región de Cumberland, que es un ejercicio muy sano.

Cabe esperar que para próximas contiendas electorales, los aspirantes a gobernarnos hayan hecho una buena colada de su prosapia, con un enérgico detergente que les libere de la saburra lingüística. Quizá no sería mala idea instalar en nuestras cámaras legislativas un sistema de Videoarbitraje (VAR), como en el fútbol, y cada vez que un diputado con rango de señoría profiera una palabrota, pitarle penalti y expulsarlo del terreno de juego.
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