Santos el de Valverdín: toda una vida

El escritor Julio Llamazares recuerda a Santos, fallecido esta semana en su pueblo a los 102 años

Julio Llamazares
28/08/2022
 Actualizado a 28/08/2022
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Año 1936. Invierno en la montaña leonesa. En la cocina de una casa, después de cenar, la familia juega a las cartas junto con el maestro que tienen de huésped, un joven que llegó huyendo por las montañas para escapar de los falangistas y de los guardias civiles que habían ido a buscarlo al pueblo en el que ejercía su profesión para pasearlo. De repente, irrumpen en la cocina tres hombres armados. Vienen a buscar al hijo menor de la familia, un chico de 16 años, para llevárselo con ellos en represalia, dicen, porque un hermano suyo ha huido a la otra zona a través de las montañas; como el maestro, pero en dirección contraria. El maestro saca su pistola y se enfrenta a los recién llegados. Consigue que se vayan (quizá se conocen), salvando así la vida al chico, que nunca olvidará esa noche. Ni al maestro, que pronto se fue del pueblo hacia Asturias y de cuyo paradero nunca volvería a saber. El chico, ya hombre, siempre sostuvo que, aunque de ideas distintas, el maestro era una buena persona y que, si hubiera podido, le habría ayudado al finalizar la guerra, incluso escondiéndolo en su casa si fuera preciso, aunque ello le hubiera supuesto sufrir represalias como a muchos les pasó por ayudar a los hombres que anduvieron huidos al finalizar la guerra durante años por la región. El chico se llamaba Santos, y el maestro Ángel, y era tío mío.

Muchos años después, unos vecinos de Santos me contaron esa anécdota que él les había contado a ellos cientos de veces y en verano lo visité en su pueblo, donde seguía viviendo con una hermana en la misma casa en la que nació. Le conté que mi tío nunca apareció, que mi familia lo buscó siempre sin resultado y que la única pista sobre su paradero, que yo encontré muchos años después gracias a Internet, es que había muerto en Amorebieta, en Vizcaya, defendiendo Bilbao, donde reposaría en alguna fosa común (recientemente he hallado, también en Internet, otra información que dice que fue fusilado en Llanes, en el oriente de Asturias, tras la caída final de esta). Santos volvió a decirme que era una gran persona y que nunca le agradecería bastante lo que por él hizo aquella noche.

El jueves Santos murió en su pueblo, de donde nunca salió, a los 102 años de edad. 102 años de una vida de trabajo y de fidelidad a Valverdín, su pequeña aldea (apenas una docena de casas y la mitad de habitantes en invierno) y a una manera antigua de vivir y de ser que desaparecerá con él: la vida humilde de la gente buena. Había llegado hasta hace unos meses con relativa salud, aunque caminaba ya con dificultad por la edad. Pero un ictus este mes de junio supuso para él el principio del fin. La última vez que lo vi, el verano anterior, me volvió a hablar de mi tío («una gran persona», me repitió) y a darme las gracias en su nombre por haberle salvado la vida y a invitarme a su casa siempre que quisiera. Yo le pregunté si seguía jugando a las cartas y me respondió que no («¡Si ya no hay con quién!», me dijo), pero que aún daba paseos por la carretera y fumaba algún cigarro, que siempre le gustó mucho, cuando la sobrina que le atendía se descuidaba; una sobrina, por cierto, que falleció un mes antes que él. Cuando me despedí, Santos me confesó un deseo: pescar una trucha antes de morir. Para alguien como él, que fue un gran pescador («Nunca volví con la cesta vacía»), volver al río era una ilusión, quizá la última, después de una larga vida en la que conoció de todo, incluida la cárcel de San Marcos al finalizar la guerra pese a ser de derechas por haber estado en la zona roja.

No sé si Santos pescó la trucha, pero sí que se ha ido habiendo vivido una vida plena en contacto con la naturaleza y en paz después de sobrevivir a una guerra y a una posguerra terribles y que se habrá reencontrado en algún lugar con mi tío Ángel, el hombre gracias al cual pudo vivir 102 años, razón por la cual le estuvo agradecido siempre. Aunque mi tío no lo necesitaría. Porque, como dice el proverbio del Talmud hebreo con el que finaliza la película sobre Oskar Schlinder, el empresario alemán que salvó a cientos de judíos de morir en los campos de exterminio nazis, el que salva una vida salva al mundo entero.
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