31/01/2017
 Actualizado a 07/09/2019
Guardar
Esta semana tenía previsto que la presente columna se titulara ‘Contaminación acústica’, haciéndome eco de la prohibición del Ayuntamiento de Valencia a una parroquia de esta ciudad a fin de que dejaran de sonar sus campanas, aunque solo lo hicieran tres veces al día. Que en una ciudad tan ruidosa, donde los cohetes y petardos, están a la orden del día sólo se entiende esta prohibición desde el odio a la Iglesia. Pero, como muy bien dijo su párroco, aunque el consistorio haya argumentado su medida con el pretexto de dicha contaminación acústica, se trata más bien de contaminación ideológica.

Pues bien, precisamente el domingo, he recibido a través de los medios de comunicación una noticia que no he conseguido apartar un segundo de mi mente y que me ha llenado de tristeza y de rabia e incluso de vergüenza. Me temo así mismo que dará pie a muchos para afianzarse más en su aversión a la Iglesia, como cada vez que salen noticias de abusos por parte de sacerdotes. No podemos negar que estas conductas hacen mucho daño.

La semana pasada era noticia que en Cataluña un hombre había matado a tiros a dos guardas forestales. Es imposible reparar el dolor de sus familias. Y además es algo absurdo. Seguro que el asesino no pensó en las terribles consecuencias para las víctimas y sus familias, pero también para él. Entiendo que mucho peor que el castigo de la privación de libertad sea el remordimiento por haber hecho lo que hizo. He rezado por las víctimas y he rezado por él. Ahora bien, no tengo la menor duda de que, aunque él nunca se perdone a sí mismo ni lo perdonen aquellos a quienes ha hecho tanto daño, tiene mucho más fácil obtener el perdón de Dios. A los hombres nos cuesta más perdonar e incluso fácilmente nos ensañamos y hacemos leña del árbol caído. Nos resulta difícil asimilar incluso el más sincero arrepentimiento.

Reconozco que la noticia recibida el domingo me ha producido una inmensa tristeza. Tristeza por las víctimas, tristeza por la persona que cometió los abusos, por la decepción que hayan podido experimentar quienes confiaban en él, por el Obispo que se ha encontrado con éste marrón y por todos los que, en virtud de esa tendencia a generalizar, puedan ser mirados bajo sospecha.

El Vaticano II dejó bien claro que la Iglesia es santa y pecadora. Al estar compuesta por hombres está sujeta a la debilidad y fragilidad humanas. No hay nadie tan bueno que no tenga pecado y ningún pecador que no tenga mucho de bueno. Por eso seguimos creyendo en ella.
Lo más leído