Sanfermines: la inercia de una España residual

Me pregunto por qué tienen bula hasta el punto de que un servicio público les dedique horas enteras diez días

Valentín Carrera
17/07/2017
 Actualizado a 19/09/2019
Imágenes de televisión sobre un encierro de los sanfermines.
Imágenes de televisión sobre un encierro de los sanfermines.
Cada mes de julio asisto perplejo a la retransmisión en directo de los sanfermines por una televisión pública, en horario infantil [de 8 a 9 horas, franja de protección reforzada en la que, según el Código de TVE, «se evitará la emisión de imágenes de violencia, tratos vejatorios, o sexo no necesarias para la comprensión de la noticia. Se evitará la emisión de secuencias particularmente crudas o brutales»]. Me pregunto por qué los sanfermines tienen bula hasta el punto de que un servicio público les dedique horas enteras durante diez días con extraordinario despliegue técnico y económico de medios, personal, publicidad y alharacas. ¿Por qué?

La semana pasada, el rey don Felipe citó en el Congreso de los Imputados «las dos Españas que han de helarte el corazón». Parece ser que hay un cóctel de derechas que incluye desde la pulserita rojigualda a la mantilla, pasando por la Semana Santa, la monarquía, el Real Madrid, Manolo el del Bombo y los toros. No eres buen español si eres del Barça y no te sube la bilirrubina un pasodoble torero. Otro cóctel, de izquierdas, republicano, feminista y catalanista, canta al independentista Lluís Llach y saca coños insumisos en sacrílega procesión.

Hasta aquí la caricatura, pero don Felipe citó mal a Antonio Machado: solo «una de las dos Españas ha de helarte el corazón», dice el verso de Campos de Castilla, publicado en 1912; y desde entonces ha corrido mucha agua bajo los puentes del Duero. No creo que los 42.104.557 españoles y españolas que convivimos en este ajado país puedan barajarse en dos Españas irreconciliables. No hay 21.052.278,5 patriotas de derechas ni 21.052.278,5 comunistas emboscados. Al contrario, el CIS nos dice que apenas un 10% de los españoles menores de cincuenta años son practicantes de alguna religión; o que la tasa de no creyentes llega al 45% entre los jóvenes; o que solo un 45% se declara monárquico [dato de 1982, último año que el CIS hizo esta pregunta]. O que un 67% de la gente «no tiene ningún interés en los toros» y un 84% de los más jóvenes rechazan los espectáculos taurinos. ¿Cómo se entiende entonces, en la España real, no ficticia, retratada por el CIS, que un Rey, que ha leído mal a Machado, dé lecciones sobre la Transición a medio país republicano? ¿O que millones de personas acudan a las procesiones de Semana Santa, un 10% con fe, según el CIS, y el resto vaya usted a saber? ¿O que el servicio público TVE retransmita los sanfermines en directo durante diez días, en horario infantil, con un derroche digno de mejor causa? (Por ejemplo, ¿qué les parece ese mismo tiempo, medios y dinero desde las ocho de la mañana, abriendo y cerrando todos los telediarios de todas las cadenas, dedicado a la lucha contra el cáncer? Otro día volveremos sobre esta cuestión).

La respuesta —en palabras de Mayor Zaragoza—, es clara: la inercia. La inercia mueve montañas. Cuando yo era niño, El Viti y El Cordobés eran héroes nacionales. Veíamos las retransmisiones de TVE —en blanco y negro, con la voz grave de Matías Prats— esperando que saltara al ruedo algún maletilla, un desgraciado huyendo del hambre; y parecía normal a las familias que los niños viéramos corridas de toros, presididas por Su Excelencia, con la mayor naturalidad. Hoy ningún padre o educador sensato dejaría a un menor ver cómo el toro se desangra con tanto arte en la plaza. Pero la inercia, la misma que sostiene reyes y obispos desnudos, mueve la rueda taurina. La inercia hace que miles de jóvenes vayan cada mes de julio a quemar testosterona en los encierros de Pamplona, a demostrar a su pandilla lo machotes que son y lo bien puestos que los tienen.
Luego enseñan los selfies con el cuerno a dos centímetros de la yugular, como si tal estupidez tuviera algún mérito. Y la pandilla, amigos, familias ríen y aplauden la machada; los padres y las madres pagan el viaje, la acampada, las camisetas y el botellón. Buenos o malos estudiantes, no lo sabemos, trabajadores o ninis, ponen su vida en peligro gratuitamente, mientras TVE, y detrás todas las demás cadenas, lo retransmiten en directo como una gran fiesta nacional.

Esa España de los sanfermines —alcohol, sexo, toros, sangre y barbarie en horario infantil— me hiela el corazón y me avergüenza. Repudio el maltrato animal, y los encierros y las corridas de toros son maltrato; y los apoderados y toreros, maltratadores. Detesto ver a miles de jóvenes machitos combinando botellón, toros y testosterona, poniendo sus frágiles vidas en riesgo. ¡Es muy preciosa la vida de un joven como para jugársela en la ruleta rusa de San Fermín!

Pero lo que más me indigna es ese trágala televisivo que multiplica la estupidez y convierte la sangre en espectáculo. La almendra ya no son los toros —el encierro dura dos minutos— sino la hora siguiente contando con detalle morboso las heridas por asta de toro —¿es esa misión de la Cruz Roja? ¡Si Henri Dunant levantara la cabeza!—; entrevistando como héroes a los zoquetes que acaban de jugarse la vida porque sí, por pura diversión. Si no le gusta, apague el televisor, dirán algunos, alimentando la inercia.

La cuestión no es mirar a otro lado, sino acabar de una vez por todas con la barbarie. ¡Hay tantas cosas maravillosas que ver, aprender y disfrutar! ¡Arriba las ramas!
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