02/03/2021
 Actualizado a 02/03/2021
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Recuerdo haber visto hace algunos años un chiste gráfico un tanto macabro en el que alguien se preguntaba por la diferencia entre la primera Semana Santa y la actual. Respondía diciendo que en la primera solamente hubo un muerto. Con ello se refería a la gran cantidad de muertos que se producen en la carretera por estas fechas. Estos últimos meses los muertos se han multiplicado por otras circunstancias de todos conocidas. Entre tanto se oye decir con bastante frecuencia eso de «salvar la Semana Santa», olvidando tal vez que ello podría suponer, si no somos muy responsables, el aumento de muertes, como ha sucedido ya como consecuencia de la relajación durante la pasada Navidad.

Ciertamente ya sabemos que lo de salvar la Semana Santa, tal y como algunos lo dicen, se refiere fundamentalmente a la posibilidad de recuperarse de las enormes pérdidas económicas, especialmente en el campo del turismo y de la hostelería. O también a restablecer algo tan arraigado en España como son las procesiones en su doble versión de religiosidad popular sincera o de mero turismo religioso. Será ya este el segundo año sin estas manifestaciones. Por supuesto que, si el quedar sin procesiones contribuye a evitar otro nuevo rebrote de la pandemia, deberá aceptarse con generosidad.

Pero salvar realmente la Semana Santa es otra cosa. Es recuperar su verdadera dimensión espiritual, una auténtica celebración de la muerte y resurrección de Jesús, que es mucho más que la asistencia a unas procesiones, olvidando el encuentro personal con el Resucitado y no dando más importancia a las celebraciones litúrgicas. Lo cual no significa que no nos entristezca la crisis del turismo y de la hostelería, porque en esas familias que sufren la pérdida del empleo o ven hundirse sus negocios también está Cristo sufriente. Lo material y lo espiritual pueden armonizarse perfectamente. Ahora bien, si solamente se salvara la economía, no estaríamos salvando la Semana Santa. Y si nos centramos en un espiritualismo alienante y desencarnado, al margen de todo sufrimiento humano, tampoco se salvaría la Semana Santa.

El año pasado las iglesias estuvieron cerradas a cal y canto, si bien se celebraban igualmente las Eucaristías y Oficios, aunque el pueblo no estuviera físicamente presente, pero nada impedía que en las casas las familias pudieran unirse a través de los medios y las nuevas tecnologías. Sin duda quienes realmente lo desearon salvaron la Semana Santa. Una de las más auténticas y, tal vez, más parecidas a la primera.
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