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Salir al fresco

07/07/2021
 Actualizado a 07/07/2021
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Escuchaba el sonido de la puerta de mis vecinos al abrirse, era inconfundible, totalmente distinto al que hacía cuando se cerraba. En ninguno de los dos momentos era perceptible la vuelta de la llave en el bombín. Más que porque no me llegara el murmullo del mecanismo era porque tal movimiento no se producía. Todo era un vivir de puertas abiertas, una confianza ciega que solo se quebraba cuando alguien comentaba que por la zona andaba una banda de rateros con el timo del tocomocho a cuestas. Pero las llaves dejaban de usarse de nuevo tan pronto como alguien comentaba en la cháchara que ya los habían pillado. Entonces volvía el vivir con las puertas abiertas, un vivir que conllevaba la sana práctica de salir al fresco durante los meses de verano para aliviar por la noche los rigores del día con una buena parlada. El primero en salir a la calle después de cenar era Tomás. Sacaba una silla de madera con un cojín estampado atado con dos lazos al respaldo. Desde el patio también escuchaba cómo fijaba la silla justo por debajo de la acera para dejar así los pies apoyados en ella, mirando hacia la fachada. Tras él salía Sara y durante unas semanas del verano también nos acompañaban en el fresco Bernardo, que se apoyaba sobre el pollete de la ventana de la cocina, y la gran Ciana, que venía de vacaciones desde Barakaldo a casa de su hermana con una maleta llena de carcajadas y de historias para hacernos reír a los demás con ese salero que a nadie más he visto. Pero hace ya unos cuantos veranos, demasiados quizá, que no escucho abrirse esa puerta para salir al fresco. Desde entonces ya no tengo prisa por cenar pronto y las sillas plegables no se mueven del corral. Desde ellas volvemos a menudo a aquellos corrillos y al raso recontamos recuerdos de los días en los que las puertas no se cerraban. Afortunadamente la costumbre de salir al fresco no se ha perdido, aunque hay que reconocer que está en peligro de extinción. La moda del mobiliario nórdico ha puesto en jaque las mesas camillas del brasero y lo de salir al fresco está amenazado por la caminata, esa ruta del colesterol que llena las calles de caminantes que pasan en un visto y no visto, una especie de fresco andante «para bajar la cena». Pero yo prefiero las historias que se cuentan en reposo, sentados en silla o sobre el suelo que todavía caldea con la solana del día. No dejen de practicarlo este verano. Júntense (ya me entienden, a metro y medio del vecino), hablen, escuchen, rían, lloren. Lo que quieran, pero al fresco. Háganlo. Antes de que sea tarde.
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