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Sacar de quicio a los padres como obligación

20/12/2020
 Actualizado a 20/12/2020
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En nuestra ración de entretenimiento mundano para sobrellevar ‘esto’ –y no salir a la calle en pelotas y dando voces como un trastornado– esta semana ha sido interesante. La noticia era que al matrimonio más militantemente izquierdista de la aristocracia literaria española le había salido una hija de la Falange. No ya del PP o de Vox, sino de la Falange de José Antonio Primo de Rivera, «¡presente!». Bueno, hablo en singular, aunque al parecer hay más falanges que en los huesos de la mano.

El caso es que, aburrida como está la peña, no tardaron en llegar las explicaciones que nadie había pedido. Que si el karma. Que si las familias del citado matrimonio ya cojeaban de ese pie y el movimiento pendular de la ideología es como la calvicie, que se salta una generación. Y, sobre todo, que lo normal y sano es que tus descendientes se te rebelen a partir de la adolescencia y que cuestionen el universo del adulto bla, bla, bla, ble...

Sin embargo he echado de menos un diagnóstico, que tampoco ha pedido nadie, pero que voy a soltar aquí, con su permiso: los hijos no vienen a este mundo a dar sentido a la vida de sus progenitores, ni a perpetuar estirpes ni crear fantasías de inmortalidad. Su objetivo, no único, pero sí primordial es sacar de quicio a sus padres. Detectar los puntos débiles, los ‘talones de aquiles’, e ir a por ellos con la precisión del bisturí de un cirujano plástico. Forzar las situaciones hasta el límite de lo soportable y, luego, dar otra vueltina más. En resumen: tocar los cojones.

Ya puedes haberles ocultado durante años que lo que más detestas es el ‘reggae’, que no falla: en el momento que tu prole escuche por primera vez las notas de unos rastafaris jamaicanos empezará a moverse como si el mismísimo Jah estuviese en comunión con su alma. De igual forma, resulta fácil recordar ese gustirrinín que daba de niño cuando hacías que tus ‘viejos’ se tirasen de los pelos con tus preguntas incómodas, con tus negativas a comer totalmente arbitrarias o con lo ‘oportuno’ de montar una guerra del Líbano con tus hermanos a la hora de la siesta.

Tal vez sea la forma que tiene la Naturaleza de bajarnos los humos, de decirnos: «No te creas tan guay, que no hay peor astilla que la de la misma madera. Nadie te da tan mala vida como esos pequeñones y, sin embargo, a nadie querrás más». Los japoneses, tan poco dados a los sentimentalismos cuando quieren, así lo han reflejado en su arte: «Los hijos siempre decepcionan», dicen en ‘Cuentos de Tokio’, de Yasujiro Ozu. Y la frase duele todavía más ahora, que sabemos que no nos podremos reunir en Nochebuena para poner a prueba los ‘quicios’ de quienes nos dieron la vida.
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