27/03/2022
 Actualizado a 27/03/2022
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Regresé a La Rasa hace diez días. Esa pequeña localidad de la provincia de Soria fue conocida como la ‘Rusia chica’ en la década de los años 30 del pasado siglo, una década, dicen, muy parecida a estos tiempos que vivimos. O tal vez no. Desde luego, a nadie se le ocurriría hoy semejante referencia. Como poco, lo que podría ocurrir es que se nos apareciese enfrente un mentecato con un bazuca, salido de uno de esos programas televisivos impresentables, gritando que «hay que matar más rusos».

De matar y de morir supieron bien aquellos jornaleros, aquellos obreros del ferrocarril y de la azucarera que vivían junto a sus familias en aquella Rusia a menor escala. Allí no hubo guerra, pero sí represión a diestro y siniestro. Una camioneta, ‘La matona’ la llamaban, se paseaba por la comarca haciendo limpieza entre los rusófilos, es decir, entre los parias de la tierra. Fueron tales los abusos cometidos que, cuando por fin llegaron las tropas regulares, el oficial al mando hubo de hacer saber a los matones que él y sólo él era la autoridad. ¡Qué paradojas!: el ejército fascista como alivio.

Hoy no es así La Rasa, naturalmente, aunque conserva intactas las distinciones de clase que siempre marcan toda historia, se quieran ver o no. De hecho, al lado de la mega-factoría de manzanas que sustituyó en el espacio a la antigua azucarera, permanece aún la casa grande, el edificio donde residía la alta alcurnia de aquella industria, por donde en las últimas décadas se pasean y aposentan otros señoritos con apellido Aznar o Lucas. No son oligarcas rusos precisamente.

Fui a La Rasa para honrar a Marcelino Camacho, que allí había nacido y allí espabiló, cómo no. Y de allí me sacó esta vez mi amigo Josean Gallego por la carretera, muy sentida, que lleva a San Esteban de Gormaz. Nos cruzamos entonces con la sombra del juglar que cantó siglos atrás las andanzas del mercenario Rodrigo Díaz de Vivar, al que nadie mesaba la barba: «De los sos ojos, tan fuerte mientre lorando, tornava la cabeça…».
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