‘Rua francorum’ de León

«Calle larga y estrecha», según las guías turísticas del pasado

Gregorio Fernández Castañón
15/08/2022
 Actualizado a 15/08/2022
| CAMPARREDONDA
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Esta calle, «larga y estrecha» –según se leía en las guías turísticas del pasado–, perdió una parte de su encanto, así lo creo, cuando la autoridad competente tiró de la regla y del tiralíneas para eliminar su recorrido zigzagueante entre los números 26 al 30. Ganó en amplitud y en accesibilidad de todo tipo de vehículos, incluidos los de emergencia, no lo voy a negar, pero ¿realmente era necesario destruir su típico sabor añejo tan característico y único? Menos mal que el Ayuntamiento, con buen criterio, dejó las huellas de las edificaciones derribadas escritas en el asfalto, destacándolas con adoquines de un color diferente, y, además y sobre todo, obligó a los constructores de los nuevos edificios a que rehicieran parte de las fachadas y mantuvieran los escudos heráldicos. Algo es algo.

Pero si hablamos de derribos monumentales en esta calle, el más vergonzoso sin duda alguna, el mayor de todos los pecados, fue el llevado a cabo en el año 1918, cuando entre las 17 casas que se convirtieron en humo se encontraban los restos del palacio real que Enrique II de Trastámara (rey de Castilla, Toledo, León, Galicia, Sevilla, Córdoba, Murcia, Jaén, el Algarve y señor de Molina) mandó construir entre los años 1369 y 1379. Un palacio humilde, si se tienen en cuenta los materiales empleados y diseño, pero enorme en cuanto al espacio que ocupaba: entre el palacio de Torreblanca (hoy Nuevo Recreo Industrial) y el convento de las Concepcionistas. La calle actual que conocemos como General Lafuente dividiría en dos su descomunal patio.

A pesar de los muchos derribos, lo que todavía se mantiene vivo en esta calle es el trasiego continuo de personas, que van y vienen o se detienen a comprar o disfrutar de las muchas tiendas y bares.

Estoy hablando de la calle La Rúa, de León, cuyo trazado corresponde a una calle romana, pero que su nombre, al parecer (rúa = rue = calle), se lo debe a los muchos peregrinos franceses que, en la Edad Media, se sorprendían cuando la atravesaban para dirigirse a Santiago de Compostela. Sus muchos encantos llegaban incluso a cautivar a más de uno; tanto que, incluso, alguno de ellos la escogió para quedarse a vivir entre nosotros. Sea como sea, lo cierto es que, al menos para mí, el atractivo de tiempos lejanos se mantiene, todavía, justo en su arranque, dejando atrás el Palacio de los Guzmanes y la calle Ancha. Por eso me detengo ahí (ver fotografía abajo en esta página) y explico mínimamente el porqué.

‘Casa Jesús’ comenzó a funcionar como tal en el año 1999, pero, desde 1890, el comercio –con otro dueño– era conocido por «la tienda de Ramiro» y, antes de esta, que se sepa, allí había un almacén de vinos con un gran fondo donde, incluso, se ataban varios caballos a la espera de llevar a otros destinos el divino líquido producido por el dios Baco. Quiero decir, con ello, que, aunque parezca mentira, por esta calle tan estrecha, pasaban también, con dirección a los pastos próximos, los animales domésticos y, como es obvio, aquellos que tiraban de los carros y carretas (trasiego de cubas y pellejos de vino, cereales, productos de las huertas, enseres…).

Al lado de ‘La Perla’ se encontraba el restaurante ‘Dos de Mayo’, popular donde los hubiera. Allí se cocinaban «con mano de santo» los callos, el conejo o, entre otros exquisitos manjares, el bacalao al ajo arriero. Platos caseros y sabrosos que satisfacían los paladares más exigentes de cualquier peregrino y, sobre todo, el de las personas que, procedentes de los pueblos, venían a la ciudad a vender o a comprar los diversos productos que se exponían en los mercados de la Plaza Mayor (de verduras, de aves y conejos, pero también de aperos de labranza, de leche y huevos o de carbón vegetal).

En el margen derecho, justo en la esquina con la calle Teatro, estaba la carnicería de Celestino García, famosa en toda la ciudad por ser la primera que vendía los «pollos faenados» (con ese nombre lo pedían las amas de casa): pollos desplumados y limpios, para que nos entendamos.

El bar ‘Sevilla’, entonces, era otro de los establecimientos de clara referencia en esta calle a finales de la década de los cincuenta del siglo pasado. Sus bocadillos de calamares atraían a cientos de parroquianos, sí, pero sobre todo tenía un atractivo más lúdico los domingos por la tarde. Y me explico: el dueño de este bar se dedicaba a escuchar atentamente la radio y, en una pizarra, iba escribiendo con tiza los distintos resultados finales de los partidos de futbol. Una actividad, sin duda de lo más curiosa, que conseguía atraer hasta su escaparate e interior a los que tenían prisa por conocer si el poderoso dios de la fortuna les había ayudado a colocar en el sitio adecuado el 1, X, 2. Las quinielas, así –daba igual el resultado–, eran motivo suficiente para volver a reencontrarse con los amigos («ponnos un vino»). ¡Qué tiempos aquellos en los que hasta la mala suerte se compartía en sociedad con alegría!

Termino diciendo que la calle La Rúa es tan estrecha, especialmente en su arranque, porque los edificios existentes se hicieron aprovechando la muralla. Muralla que, procedente de la calle Ruiz de Salazar y desviándose hacia la calle Conde Rebolledo, no se tiró ni se ve, pero que se intuye. Solo determinados vecinos privilegiados de los edificios restaurados o nuevos (entre los números 11 al 15) pueden ver alguno de sus lienzos y/o cubo, justo al fondo de sus negocios o en el patio de luces. Un secreto a voces que guarda para sí, también, esta calle... larga y estrecha (aunque menos), pero llena de encanto.
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