08/02/2018
 Actualizado a 19/09/2019
Guardar
Nunca he sido mal conductor. Y suelo disfrutar al volante, sobre todo si mi destino es el paraíso redipollejo, aunque ahora la nieve y la falta de quórum a la hora del mus hacen que opte por pasar el tiempo de asueto paseando por las calles de la cuna de la democracia.

He de admitir en cualquier caso que les tengo cierto miedo a las rotondas, invento que este martes ha cumplido nada más y nada menos que 42 años. España se asomaba a la democracia y el municipio mallorquín de Palmanova construía la primera glorieta. Desde entonces han ido proliferando casi al mismo ritmo que los gestores de la cosa pública. Nos fueron convenciendo poco a poco de que las dichosas rotondas son la mejor solución para los cruces entre las calles y de que los políticos lo son para el resto de nuestros problemas. Y en esas estamos, mareados por tanta intersección circular y hastiados de administraciones estatales, autonómicas, provinciales, supramunicipales y locales que se pasan de mano en mano el dinero de nuestros impuestos mientras gastan una parte importante en sus megalíticas estructuras y se afanan en hacernos ver que todas son indispensables y que nuestra vida sin ellas no tendría sentido alguno.

Y al final uno llega a la conclusión de que padecemos un empacho democrático que se asemeja a una rotonda atestada de coches en la que el jeta que se cruza de carril siempre consigue salir primero por mucho que le pitemos.
Lo más leído