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Roscón de Reyes (IV)

21/01/2019
 Actualizado a 12/09/2019
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Se preguntarán cómo puede cundir tanto el Roscón de Reyes, pero la cuestión tiene muy poco de misterio. Se trata de una tradición que se repite cada año y como tal está enraizada en el clan, forma parte de su esencia, se le confiere un valor místico, entronca con un conjunto de valores y todas esas cosas fascinantes que dicen los antropólogos y que nos dejan como el perro del salpicadero, asintiendo sin darnos cuenta. Pero sobre todo porque mola, que es una forma perfecta de resumir todo lo anterior. Lo que no mola, es hacerlo fuera de casa, lo del roscón, digo.

No sé por qué, como les decía al principio, lo de la corona nos vuelve unos tiranos insaciables y acaba con nuestra solidaridad. Porque esa corona es una cuestión familiar, hace patria. Lo sé bien desde que era un mico, cuando no llegaba a la manilla de la puerta de la cocina de los vecinos y tenía que llamar para que me abrieran. La expresión ‘entrar hasta la cocina’ nunca ha estado más clara que en este caso, en el que había que cruzar el portal, el corral y una largo pasillo flanqueado de puertas para llegar a la última habitación de la casa. Y después de ese allanamiento total preguntaban «quién es». ¡Venga ya! La gracia estaba –ahora ya llego yo a abrir– en que gritara el santo y seña: «abrid, que soy el rubio».

Entonces, movidos ya por una gran ternura hacia el niño rubio de voz aflautada me dejaban pasar. Esa ternura se mantiene hasta hoy incluso con un roscón de por medio. A diferencia de lo que ocurre en casa, allí, siendo como son prácticamente de la familia, no se me afila el colmillo por no topar el haba o alcanzar la corona.

Y claro que la vecindad puede suscitar esa tiranía insaciable de la que les vengo hablando, pero nunca con la fuerza con que lo hace la sangre. Como les dije fuera casa no mola tanto, y de aquí en una semana les contaré por qué.
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