24/09/2020
 Actualizado a 24/09/2020
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Empecé hace tres años a escribir en este blog mis opiniones. Mi intención era hablar de temas educativos porque en ese mundo he pasado mi vida. De pronto apareció esta maldita pandemia que nos ha cambiado la vida a todos y me he visto obligado a opinar sobre el coronavirus, casi siempre en lo referente a la educación. Me doy cuenta de que esta temática va siempre encaminada al desánimo, depresión, tristeza y desaliento. Creo que ha llegado el momento dar un golpe de timón y pasar al campo semántico opuesto: alegría, animación, entusiasmo y optimismo. De vez en cuando tendré que cambiar y hablaré de temas divertidos y entretenidos. Lo necesito yo y vosotros, los lectores, me lo agradeceréis.

Hoy el tema elegido es ‘romancear’. ¡Qué bonita palabra! No me digan ustedes que no genera una sensación inmediata de bienestar y placer. No la conocía, se la oí a la guía cubana que nos enseñaba con mucho encanto La Habana al grupo del ‘club de los 60’. Al pasar por el Malecón, una amplia avenida de seis carriles y de ocho kilómetros, que se extiende sobre toda la costa norte de la capital cubana con un muro sobre el que chocan las olas y que invita a la nostalgia y a la pena porque está totalmente abandonada, nuestra guía se emocionaba recordando su juventud en la que solían ‘romancear’ por el Malecón. Fui inmediatamente al diccionario y realmente existía esta palabra, pero no me convenció el significado que le daba: «traducir un texto a una lengua romance, particularmente la labor que se hacía en la edad media traduciendo desde el árabe al español». Ni mucho menos era ese el significado que le daba nuestra guía. Ella nos dio muchos sinónimos: ligar, conquistar, embelesar, cautivar, encantar, fascinar, hechizar, embobar, festejar, cortejar, galantear, hacer la corte, tirar los tejos, tontear. Todos estos verbos son preciosos y tienen algo que ver con nuestra palabra, pero ninguno reúne las connotaciones de ‘romancear’.

Pasé más de cuarenta años de mi vida entre muchachos de doce a dieciocho años: trastos y formales, serios y simpáticos, vagos y estudiosos, altos y bajos, chicos y chicas, que en su frente y en sus ojos solían llevar la palabra ‘romancear’. Los veía entrar cada mañana a las 8.30. Parece que «no son horas» para flirtear, pero ni el frío, ni el sueño, ni las prisas de la entrada a clase impedían ese primer saludo. A medida que iba transcurriendo el curso iban apareciendo parejas. Aunque no coincidieran en el transporte escolar, ni en el transporte familiar, ni en bicicleta o andando, y a pesar de venir de zonas muy diversas, se esperaban y siempre aparecían a la puerta del instituto los dos juntos y, normalmente, se despedían en el hall con una mirada que decía mucho: «hasta el recreo». Volvía a verlos salir a las 14.30. Otra vez se esperaban en el hall. Cada día nos sorprendía alguno nuevo o cambios de parejas. Todo era muy normal y natural. Los profesores lo conocíamos. Recuerdo comentarios en las evaluaciones al hablar de un alumno: «Está constantemente con su amiga de la otra clase y esto le ayuda a superarse y a mejorar, o lo contrario». El día 14 de febrero, San Valentín, se celebraba con toda solemnidad. Los alumnos de primero de bachillerato con el fin de sacar dinero para su viaje de estudios convocaban a lo largo de las dos semanas anteriores a toda la comunidad educativa para regalar flores el día de los enamorados. Llevaban un control exquisito del color de la flor, la dedicatoria, nombre o grupo. Vendían miles de flores, cobraban, lógicamente, el servicio y a última hora de clase se hacía el reparto. ¡Qué emoción! Creo que es fácil imaginar la tensión en el aula al ir entregando las flores. Estoy seguro de que estos muchachos jamás van a olvidar aquellos nervios y sensaciones. Pero el momento más soñado eran los viajes de estudios. Puedo presumir de conocer perfectamente las experiencias en estos viajes porque he acompañado a más de dos mil alumnos de primero de bachillerato a Italia en veintiocho cursos y otros tantos de tercero y cuarto de ESO a Cataluña. Casi no puedo creer ahora que haya sido capaz de correr tantos riesgos, pero así fue realmente. ¡Cuántos romances en aquellos viajes! Los profesores nos enterábamos al pasar lista en el autobús del «parte diario de ligues». Lo veíamos en sus cambios de colocación y más aún en las solicitudes de traslado de un autobús a otro. Solían ser enamoramientos efímeros, pasajeros, fugaces y breves. Rara vez llegaban a más o nosotros lo desconocemos. Pero voy a contar una aventura que es un secreto porque jamás se lo había contado a nadie. En el mes de junio se acercan a mí en la calle Ancha un hombre y una mujer que llevaban un coche de niño con un bebé de unos meses. Habían sido alumnos de nuestro instituto Lancia al final de los noventa. Excelentes alumnos. Me contaron sus aventuras desde la salida del instituto, la carrera universitaria con doctorado y MIR incluidos. Finalmente, casados y felices con un magnífico trabajo en Madrid. Traían por primera vez a su hijo para que lo disfrutasen los abuelos. Posiblemente uno de los momentos más felices de su vida. Me pidieron que aceptase su invitación porque tenían que celebrar algo conmigo. Me confesaron que habían sido muy buenos amigos en la ESO y un día de primavera en primero de Bachillerato se propusieron dar un paso más con un compromiso en serio y para celebrarlo se fueron a la Candamia en el recreo con la idea de hacer «campana» las tres últimas horas «romanceando». Excelente paraíso la Candamia para romancear. «Jamás hemos tenido una falta de asistencia injustificada en los cinco cursos anteriores». Así me lo aseguraron cuando me encontré con ellos en pleno romance. ¡Bendita casualidad! Jamás fui a la Candamia en horario lectivo, pero aquel día tenía que ir a informar a los padres de futuros alumnos de Puente Castro y pasé por allí en bicicleta. Por supuesto que todo quedó en un secreto entre los tres y lo celebramos veinte años después los cuatro, niño incluido, en la terraza de un bar de la calle Ancha.

En la vida de un centro escolar se conjugan muchos verbos: estudiar, atender, explicar, examinar, promocionar, respetar, jugar, animar o ser feliz. Tengo que reconocer que hay una palabra que yo desconocía hasta ahora y que en el instituto es primordial, «romancear».
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