Rifeño, Tinito y Centurión

El autor con este relato ambientado en la dehesa salmantina, nos introduce por la ‘puerta grande’ en el mundo taurino con un lenguaje cercano y a la vez técnico. Una historia apasionante acerca de tres toros, a ritmo de pasodoble, que os cautivará

Fernando Fernández
22/08/2020
 Actualizado a 22/08/2020
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La dehesa salmantina sigue siendo, al fin y al cabo, un territorio envejecido e indolente. Cuentan los historiadores que, desde el Neolítico, los pobladores, de éste y otros territorios del antiguo solar mediterráneo rendían culto a sus dioses, tal y como hacía la civilización minoica con un animal mitológico: el toro.

La dehesa es un espacio donde se extienden manchas de encinares con alcornoques, quejigos y rebollos, que aparecen aleatoriamente distribuidos, conformando un paisaje no exento de horizontes en los que la llanura deja paso a cañones, valles y sierras que culminan en crestas nevadas durante muchos meses del año.

En sus pastizales se cultivan cereales, y los frutos de la encina alimentan al cerdo ibérico en delicada montanera. En este campo salmantino es reconfortante encontrar vacadas de morucha, raza autóctona de Salamanca. Pero el verdadero protagonista de esta naturaleza espectacular es el toro bravo.

De tres vacas bravas y un único semental, elegido por su casta brava, nacieron, durante la primera luna de enero, Rifeño, Tinito y Centurión. Así los nombró el mayoral. Empezaron a conocerse al terminar sus destetes. Eran casi hermanos y, por eso mismo, tantearon con peleas sus castas para ver quién ostentaría la jerarquía. No hubo duda. Centurión fue el más respetado.

Transcurrieron los meses y los tres astados, y ya crecidos becerros, se enfrentaban a sus primeras tientas. Tenían que demostrar su resistencia y su bravura. Comenzaba para ellos su tiempo de vida idílica en la dehesa. En el pequeño ruedo se les picaba con una vara, a modo de puya, desde un caballo. Su insistencia en embestir repetidas veces era su marchamo para continuar en la dehesa y no irse al matadero por falta de casta. En ocasiones, Rifeño, Tinito y Centurión corrían en campo libre, acosados y derribados por caballistas provistos con garrochas preparadas para no herir sus pezuñas.

Eran ya cinqueños cuando les tocó demostrar su auténtica casta de toros bravos. Junto a cuatro ejemplares más, fueron conducidos a un ruedo, donde unos hombres desconocidos practicarían con ellos el arte de la tauromaquia. Los tres hermanos fueron separados al entrar en toriles. Nunca supusieron que jamás volverían a reconocerse por ese olfato hermanado que los había acompañado desde aquella luna de enero.

Rifeño, alegre y confiado, apareció en un ruedo amplísimo y desconocido para sus vivencias anteriores. Un hombre ataviado con un traje de puntitos refulgentes lo esperaba con una capa que arrastraba por el suelo. Rifeño, sin aturdirse por las voces que se escuchaban, arremetió, en veloz carrera, levantando sus patas delanteras. Embistió con ganas la primera vez pasando bajo la capa y deteniéndose a continuación. Volvió sobre sus pasos y de nuevo acometió al trapo con fiereza demostrando su bravura. El torero, mandando, le dio tres o cuatro pases más y Rifeño paró. Con la música se daba paso a los picadores. Comenzaba la suerte de varas. El torero, después de algunos pases cortos y seguidos, fijó a Rifeño frente al caballo, el jinete y la garrocha que éste empuñaba. Después de tres puyazos en su abultado morrillo, con sólo dos pares de banderillas, comenzó a manar por esa zona una brillante y espesa sangre roja. Así se terminaba, momentáneamente, el sufrimiento de hierros cortos que atravesaron su piel. Con la franela roja del torero empezó el último y definitivo tercio de un tiempo en el que Rifeño alcanzaría un merecido reconocimiento. Si le solicitaban embestida al natural, Rifeño seguía el engaño de la franela sin derrotar su cabeza. Series de derechazos finalizados con pases de pecho dieron lugar a que el torero se dirigiese a coger el verduguillo de verdad. En esos momentos, muchos espectadores, blandiendo pañuelos blancos, comenzaron a solicitar el indulto para Rifeño. No pareció suficiente al Presidente de la Corrida la pañolada mostrada por los espectadores pidiendo el indulto de Rifeño. Y no lo concedió.

Entonces, éste cayó herido de muerte por la estocada certera que recibió. Vomitó un chorro rojo de su noble sangre. Y, cuando las mulillas arrastraban el cuerpo inerme de Rifeño, el público prorrumpió, en pie, en un sonoro y sentido aplauso. Entonces, los mulilleros, viendo la orden de la Presidencia, consciente de la nobleza y bravura de Rifeño, comenzaron una vuelta al ruedo en homenaje al cinqueño que acababan de torear.

A los pocos minutos y con la banda de música en silencio apareció Tinito. Con unos kilos menos de peso, pero igual de noble que su hermano, cuajó una lidia espectacular. Fue una danza jugando ambos con la muerte. El torero con inteligencia y utilizando su valentía para escapar del peligro de Tinito en cada embestida a la muleta, y el toro evitando ser engañado por todas y cada una de las añagazas que le ofrecían, utilizando su bravura que le venía de casta.

Como dijo Federico, nuestro granadino más universal, el toro en su órbita y el torero en la suya existía un punto de peligro donde estaba el vértice de juego. En ese terrible juego prevaleció, esta vez, la vida humana. El noble Tinito sucumbió de una certera estocada.

Centurión escuchaba ruido y más ruido. Allá, por la dehesa donde disfrutaba con sus compañeros y de las sombras de encinas y alcornoques, escuchaba sobre todo el ruido del viento y de alguna chicharra veraniega. Jamás supo el destino de sus hermanos. Ahora, de repente, se le abría la puerta de su chiquero y una vara de madera lo empujaba para salir del toril. ¿Le daban libertad? ¿Para qué? Siguiendo el rastro del sol cruzó la puerta de toriles. De pronto, a escasa distancia y quieto, un hombre, de poca altura y con una mano sujetando una capa extendida, lo esperaba. ¿Quién lo retaba? ¿Qué era aquel engaño? ¿Acaso no conocían a Centurión?

El toro astinegro, pelo azabache luciente y espeso, ojos negros, testuz mohína de pelo rizado, pero noble por encima de todo, se arrancó para embestir aquel engaño. El torero, con un lance porta gayola, salvó aquella primera y limpia embestida de Centurión. El toro se volvió y vio al hombre, en cuyo traje de luces las lentejuelas, oscilantes, reflejaban los rayos de sol. De pie, parado y esperándolo, estaba el torero. Su casta le imprimía el linaje de bravura. Acometía una y otra vez. Comenzaron los primeros acordes del pasodoble El gato montés. El público se entregaba, una y otra vez, con repetidos olés. El pasodoble, el torero y Centurión hacían de este y último toro que se lidiaba una tarde irrepetible.

Torero y toro se fusionaban en una lucha de engaño y aceptación. El héroe así como la limpia belleza de la bravura del toro encogían los corazones de los espectadores. El pasodoble marcando el ritmo. Aparecían los picadores. La sangre que brotara de su morrillo rebajaría la intensidad de las acometidas de Centurión. Esa pérdida de sangre, en otro toro, sí disminuiría su energía. En Centurión, no. Los tres pares de banderillas, que el mismo torero le colocó, llevaban los colores de la bandera española. Desde las andanadas más altas, se podía apreciar el contraste entre el brillante color azabache de su piel y el grana y oro de los seis palos clavados.

El tercio de muleta sería el definitivo. La faena comenzó muy cerca de tablas. Poco a poco el torero iba apreciando la nobleza de Centurión por ambos pitones. Terminado El gato montés, la banda decidió empezar con el tranquilo pasodoble Nerva. Los acordes se mimetizaban con los pases en los que el incansable Centurión embestía sin descanso alguno. Los olés, el público volcado con ambos protagonistas del albero, no impedían que la banda finalizase sus pasodobles con Cuna cañí.

El torero emborrachado con los innumerables pases por ambos pitones, y Centurión, sin cejar, acudiendo a cada cita. Al terminar los acordes del pasodoble, el torero se acercó a buscar la espada para realizar la suerte suprema, mientras toda la plaza, puesta en pie y flameando sus pañuelos blancos, dirigía sus miradas al Presidente para solicitar el indulto para el gran Centurión. Pasaron más de cuatro minutos insistiendo en la petición. El Presidente, que nunca había indultado a toro alguno, cedió ante tanta insistencia. Un ayudante le pasó el pañuelo. Y la gente aplaudió con gran entusiasmo al ver el color naranja del pañuelo mostrado.

Centurión volvería a su dehesa salmantina a recuperarse de las heridas sufridas durante la última lidia y a disfrutar de sus nuevos cometidos.

Sería, a partir de entonces, el mejor semental de su ganadería.


Relato del Taller de composición que imparte Manuel Cuenya en la Universidad de León (Campus de Ponferrada)
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