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Ricas e infames fresas

10/05/2020
 Actualizado a 10/05/2020
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Un relator de la ONU ha denunciado la situación infrahumana en la que viven emigrantes temporeros, en su mayoría africanos, dedicados a recolectar la fresa en la localidad onubense de Lepe, por vivir en peores condiciones de habitabilidad e higiénicas que los albergados en los campos propiamente de refugiados. Y con un salario de 30 euros al día trabajando de sol a sol. Si el relator manifiesta haberse quedado «pasmado» ante esta infame situación, quien suscribe no lo hubiera creído si no lo hubiera visto a través de las imágenes grabadas a todo color y con todo detalle en un programa televisivo de Jordi Évole. Y que esto ocurra en un país desarrollado como España, uno queda corrido como una mona. Los miles de emigrantes españoles que se fueron a Alemania hace sesenta años, habitando en barracones, provocarían la envidia a estos pobres recogedores de fresa, que se ven obligados a salir de su país porque allí solo pueden recoger miseria.

Cuando en la década de los sesenta del pasado siglo una buena parte del mundo rural español emigró al extranjero por cuestiones económicas, en el ‘Ya’, órgano de los obispos, aparecía: «Los españoles no se sienten felices fuera de España». Lo que no decía el rotativo católico era que las condiciones de vida de los trabajadores españoles –que pasaron eufemísticamente a ser llamados «productores»– eran peores que las de cualquier país europeo. El miedo a que esa emigración condujera a numerosas familias españolas a instalarse permanentemente en países europeos provocó las naturales alarmas en el régimen franquista. El hecho de habitar en países laicos y de régimen democrático podría establecer odiosas comparaciones entre lo que se encontrabany lo que habían dejado atrás. Pero había una razón aún más poderosa y alarmante. Si la familia no se fragmentaba, es decir, si emigraban tanto hombres como mujeres, se cortaba el flujo de los fondos que llegaban de fuera. Pero como las esposas e hijos se quedaron en España, ese maná crematístico contribuyó a la formidable acumulación de capital que se produjo en nuestro país. Junto al turismo, la emigración fue, tras la Guerra Civil, el más destacado impulso económico. Las dos llamadas «partidas invisibles». Franco había intervenido con sagacidad en el asunto, recordando en un discurso a las muchachas campesinas que antes de emigrar se lo pensaran dos veces. En las ciudades españolas había muchos puestos de sirvientas –eufemísticamente «empleadas de hogar»– por cubrir.

De acuerdo con Javier Alfaya (Crónica de los años perdidos), en la práctica el régimen dictatorial español dejaba abandonados a los obreros en los países donde encontraban trabajo. Eso sí, montaba unos chiringuitos en los que se procuraba mantener viva la añoranza a base de flamenco, pasodobles, paella y sermones nacional-católicos. Lo cual no despertaba grandes simpatías entre los emigrados, que sabían que el aparato sindical verticalista –un insondable pozo de incompetencia y corrupción–, si era inútil en España, lo era mucho más en Europa occidental. Los obreros que querían ver defendidos sus derechos en los países europeos preferían orientarse hacia los sindicatos de cada nación receptora. A medida que el discurso tecnocrático y modernizador se hizo más europeísta, más visibles fueron las contradicciones internas del régimen. La idea de Europa fascinaba a todo el mundo menos a los aventajados falangistas «inasequibles al desaliento», para quienes la derrota del nazismo y el fascismo había llevado a Europa a una imparable decadencia.
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