22/12/2019
 Actualizado a 22/12/2019
Guardar
Recuerdo navidades conflictivas, pero creo que no había llegado a ninguna tan marcada por la división como la de este año 2019, en la que la pluralidad y diversidad que, hace no mucho, se nos presentaron como grandes virtudes sociales, parecen habérsenos ido de las manos. La construcción europea se va al carajo, el sistema constitucional fracasa, el Parlamento se atomiza, los partidos políticos se rompen o navegan como pueden en la división interna.

Las opiniones ya no se basan en argumentos, que han pasado a ser secundarios, sino en el enfrentamiento. No se trata de saber quién soy, sino contra quién estoy. Para ser un vegetariano de verdad es preciso odiar a los cazadores y a los que van a los toros, para preocuparse por el medio ambiente hay que odiar a la ONU, para ser mujer es necesario odiar a los hombres, para ser leonés hay que odiar a los de Valladolid.

Todo el mundo en guerra permanente contra todo y contra todos. «El infierno es el otro», dijo Sartre, y esa parece ser la única proposición que el individuo del siglo XXI es capaz de asumir sin fisuras.

Es curioso que Jesucristo, el rey de los judíos, viniese al mundo en el momento de mayor división del judaísmo. El pueblo de Israel, que había vivido la esclavitud en Egipto y el destierro en Babilonia disfrutaba de un notable bienestar y autogobierno bajo el dominio del Imperio Romano, porque Roma, que en muchos aspectos era mucho más civilizada que ellos, respetaba y protegía su sanedrín y su templo.

Los israelitas, sin embargo, estaban, como nosotros ahora, más cabreados que nunca, y se habían convertido en un amasijo de sectas y facciones enfrentadas entre sí que interpretaban de manera diferente su historia y la manera de afrontar el futuro.

Los judíos no se enteraron del acontecimiento del portal de Belén. En la Navidad poscristiana, llena de ruido y de luces de colores, tampoco nos enteraremos. Pero bastará con que nos dejemos llevar por las tradiciones navideñas para que podamos quitarnos la coraza por unos días y vivir una tregua en la guerra cotidiana que el individuo se empeña en sostener contra todo lo que le rodea. Si no podemos estar unidos, estemos al menos reunidos, levantemos los ojos del móvil y miremos al otro de frente. Con un buen asado, un poco de vino y un par de villancicos tal vez descubramos que el infierno no está ahí.
Lo más leído