Reubicando contagios

26/06/2020
 Actualizado a 29/06/2020
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Hasta marzo aquí lo que se pegaba era el sarampión, el catarro y la gripe. Todo menos la hermosura dice madre, a sabiendas de que la fealdad tampoco lo hace. Pero la vieja normalidad no sabía lo que le esperaba aprender. Se lo olía eso sí, que el aroma de las nuevas tecnologías hablaba del desembarco de cosita nuevas…lo de su bondad venía incluida entre paréntesis. Y llegó un contagio de algo que ahora tuteamos, pero que tratamos de don durante dos meses, combatiéndolo a aplausos que a su vez premiaban a quienes le abofeteaban en un ring. Ahora, insertados en la misma casa y calle, completando un puzzle conocido, pero dentro de un nuevo escenario, se ven las huellas que deja el miedo, el confinamiento, la enfermedad, el dolor, la falta de empatía, el interés político y el ahogo que todo en su conjunto regala. Hemos hecho historia a raíz de un contagio, obligados a reescribir el presente con guantes y desinfectante. Y en ese tejer se han salido muchos puntos, para dejarnos encorsetados en un jersey que debía ser mucho más grande. Y con esa vestimenta, en esa poca normalidad, volvemos a mirarnos y nos vemos sin cambios. Hemos dibujado miles de arcoíris en los balcones durante meses con un «todo saldrá bien» tatuado en sus colores que conseguía ordeñar agua de las miradas y anudar gargantas. Y, una vez mermado el contagio, el arcoíris se ha revelado como un enemigo. Su simbología aperturista, abanderando el ser y amar como se sea y se quiera disgusta a quien le queda grande la tolerancia. Las mascarillas nos defienden de contagios de bichos y parece que de respeto también, aunque su tela no haya sido cosida con ese fin. Y vuelve a ser necesario sacar del bolsillo la calculadora de la reflexión para sumar vidas hasta conseguir amaestrar a ese lobo que somos para el otro. ¿Cuántas nos quedan para dejarnos acariciar?

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