Retos del sistema educativo como Ascensor Social

Pablo Huerga Melcón
11/05/2021
 Actualizado a 11/05/2021
Durante los preparativos de la batalla de Salamina, en el año 480 antes de Cristo, ante la amenaza inminente del ejército de Jerjes, Temístocles convenció a los atenienses para que abandonaran la ciudad. Fueron honrosamente recibidos en la ciudad de Trecén, patria de Teseo, situada al norte del golfo argólico, muy cerca de Epidauro. Entre las cosas que les procuraron los trecenios no faltó poner escuela para los niños, asumiendo por parte de la ciudad el pago de los honorarios de los maestros. Esta conmovedora historia que recoge Plutarco casi de soslayo, muestra, a mi juicio, la vinculación originaria y esencial de la escuela con el Estado; ese ha sido siempre, creo, su sentido en la historia de Occidente.

Como se desprende de una lectura sin complejos de ‘La República’ de Platón, el sistema educativo, en su función abstracta e ideal, disuelve dentro de su estructura todas las diferencias heredadas y reorganiza a los estudiantes en términos de su rendimiento académico, apelando a aquellos aspectos que, independientemente del contexto social particular, son iguales para todos y cada uno: sus capacidades. Con ellas, y mediante un proceso organizado en el tiempo, el sistema educativo devuelve a la sociedad un conjunto de ciudadanos reclasificados, desde luego, pero en razón de su esfuerzo personal y de sus intereses profesionales.

Ese esfuerzo, evaluado de la manera más objetiva posible, apoyado con todos los medios necesarios, es el camino a través del cual el individuo se incorpora a la sociedad en todas sus dimensiones. Cotidiana, metódica, y hasta parsimoniosa si se quiere, se trata de una revolución, pues reordena en términos del rendimiento, mérito, interés y capacidad personal, todo el entramado productivo del Estado. El sentido materialista de la educación se observa aquí en toda su plenitud, es la exitosa metáfora del ‘ascensor social’.

Ahora bien, dicha metáfora encierra también un fatídico presupuesto valorativo que echa a perder toda su función y a quienes se afanan en defenderla. Porque, el ascensor sube, pero también puede bajar. Entender esta circunstancia en términos de éxito o de fracaso conduce a (y explica en gran medida) la visión del sistema educativo como el instrumento de un Estado leviatánico que deglute y explota a sus hijos, según la nefasta crítica del anarquismo pedagógico al estilo de Foucault. Pero clasificar no es necesariamente castigar. Lo que pervierte el modelo valorativo del ascensor social no es la escuela, sino, para decirlo al estilo clásico, las relaciones de producción. Todas las profesiones son dignas y necesarias, en todos los trabajos cabe el mismo afán y valor. Si pudiéramos hablar de un principio de ‘symploké’ aplicado a la escuela sería aquel que reza: «no todo el mundo vale para hacerlo todo»; frente a aquella enigmática frase de Borges en El Aleph: «tal vez todos sabemos profundamente que algún día, todo hombre sabrá todas las cosas y hará todo», que sólo valdría para Funes el memorioso, precursor de Griffin el arcaniano de la película, ‘Hombres de negro 3’, de Barry Sonnenfeld (EE UU, 2012). La contrapartida antieducativa es suponer que sólo se es válido si se pertenece ya a una determinada clase social, por lo que los detractores de la escuela acaban convertidos en ideólogos reaccionarios.

Yo diría que es un ejercicio de idealismo filosófico condenar a la escuela por clasificar, en lugar de atacar las instituciones políticas que pervierten esa clasificación y nos hacen entenderla en términos de ‘castigo’. Dicho idealismo esconde la absurda idea de que la ansiada «transformación de la sociedad» requiere una previa erradicación de las funciones vertebradoras de la escuela. El dialelo educativo declara que la justicia social requiere una escuela firme en sus principios de clasificación por el mérito, e igual para todos. El peligro de disolver la función clasificadora de la escuela, aunque se haga con la mejor intención, es que nos conduce a la aberración hitleriana: «Sólo puede haber una educación para cada clase y cada grado separado dentro de ella [...] Y así, de manera congruente, otorgaremos a la gran masa de la clase baja la bendición del analfabetismo».

La igualdad de oportunidades y la revolución social que se deduce del funcionamiento efectivo del sistema educativo, requiere, por lo tanto, un sistema público de educación, dotado de unos medios adecuados, así como de unos profesionales seleccionados sólo por sus méritos, única circunstancia que permite la libertad de cátedra y el libre ejercicio de la función docente. Como en gran medida dejó establecido el viejo y genuino liberalismo español del siglo XIX, no hay mejor modo de garantizar la igualdad de oportunidades que mediante la selección imparcial del profesorado de las diferentes materias en función del rendimiento académico, el acceso por oposición nacional, y la distribución equitativa de las mejores condiciones materiales para el ejercicio de la enseñanza por toda la nación.

En España, la ambición irresponsable de las élites autonómicas ha generado varias redes educativas efectivas de secundaria y primaria que, paradójicamente, aunque son estatales, ya no son públicas, porque conducen a la generalización de desigualdades estructurales y a la destrucción de las condiciones universales que garantizan la igualdad de oportunidades. Éste es el efecto perverso de la transferencia de las competencias educativas que está conduciendo ya a la imposición de sistemas educativos paralelos y a la destrucción de la igualdad política entre todos los españoles. La legislación actual no hace más que confirmar los peores pronósticos. De hecho, en la nueva ley ya se niega el valor del Español como lengua común en todo el territorio nacional. La ‘autonomización’ de la escuela tiene efectos perversos equiparables a los de la privatización y están relacionados entre sí.

De todos los aspectos del sistema educativo, el más abandonado y descompuesto es el que corresponde con la enseñanza superior. Las universidades españolas son reinos de Taifas, compuestos por reinos de Taifas, una suerte de fractales a todas las escalas. El acceso a los puestos docentes universitarios no sigue criterios universales, y está viciado. En la enseñanza superior proliferan universidades privadas que reciben subvenciones públicas, y cuyas titulaciones son reconocidas oficialmente, lo que significa que el Estado financia la desigualdad estructural de oportunidades en el sistema educativo. De este modo, la privatización de la enseñanza superior deteriora irremediablemente lo poco que pudiera caberle hacer a una enseñanza secundaria acosada por el nacionalismo y la privatización. Una receta sencilla para mejorar de modo ostensible y eficaz el sistema universitario español es restablecer un sistema general de oposición pública, como el que se ejercía hasta 1990 en secundaria. Un listado de plazas universitarias y una oposición pública de todos los aspirantes en una única sede que distribuya en función del mérito objetivo a cada aspirante en la plaza a la que quiera y pueda aspirar.

Y, en medio de estas circunstancias, ¿cómo entender, desde una perspectiva filosófica, no sociológica, psicológica, o ideológica, el lugar que le cabe ocupar al sistema educativo español en el contexto de la ofensiva radical que supone para todos los Estados el azote implacable de la globalización, la actualmente llamada ‘mundialización’, que se cierne sobre nosotros acelerada vertiginosamente por la coyuntura trágica de la pandemia distópica del Covid 19?
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