28/07/2018
 Actualizado a 16/09/2019
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Toma este mes el nombre de Octavio Augusto, emperador que concedió los privilegios de su nombre a algunas ciudades, entre ellas a Astorga (Asturica Augusta). No en vano los astorganos, con sus celebraciones astur-romanas, anticipan estos días los juegos consuales, que se celebraban, con invitación a las poblaciones vecinas, para festejar la cosecha de los cereales. En numerosos pueblos de la provincia (y de otros de España que han sufrido la migración) en agosto revive la vida, por cuantos hijos y descendientes habitan en las grandes ciudades; pasan sus días de vacaciones en la casa familiar rehabilitada y son los que suelen apadrinar los actos tradicionales unidos a los santos patrón o patrona. Si no existiese esta querencia por las raíces familiares, muchos pueblos serían una ruina en adobe o en piedra. Un buen número en León, desgraciadamente, eso son.

La actividad hostelera se vigoriza durante los meses estivales, fundamentalmente en agosto, al tiempo que se cierran las fábricas; y la administración, si no es municipal, entra en un estado, salvo emergencias, latente. Aletargada en los juzgados, por lo que, por unas semanas se detendrá el ritmo trepidante en los casos que afectan al ámbito político: los que se están resolviendo y los que se han iniciado, en Cataluña, para los revestidos pujolistas, en León y en otras partes de España. La posible identificación del causante del fuego infernal, que convirtió parte de La Cabrera en un páramo calcinado, nos hace abrigar la esperanza de que no quedará impune tamaña fechoría, y servirá como lección de cara al otoño (cuando algunos acostumbran a ejercer de pirómanos), para que diversos montes no sean pasto de las llamas.

La política española está en gran parte determinada por las decisiones judiciales, de las que depende una vida democrática sana, sin admisión de interferencias, ni de intereses o circunstancias políticas ocasionales. Esta benéfica actitud venimos observando, por parte de los jueces (¡cuánto se le debe al magistrado Llarena!) en numerosos casos que vienen emponzoñando el quehacer público: los que afectan al cuñado del rey, y a los partidos políticos (al PP y al PSOE, entre otros). La acumulación de la resolución de casos pasados, que le han sobrevenido al Partido Popular, y que culminaron con el fallo del caso Gurtel, han ocasionado un terremoto político, cuyas consecuencias finales aún están por determinar.

Un nuevo presidente, el socialista Pedro Sánchez, ocupa legítimamente La Moncloa; por la saturación de la corrupción del partido conservador, así como por una determinada osadía y una arriesgada astucia. También por el convencimiento de que al partido podemita, sin picotear en los semilleros del partido socialista, le espera un futuro aciago. La reconversión de este partido de grupos y grupillos ha sido sorprendente: los socialistas ya no son una casta despreciable; y lo más chocante, el jefe de este conglomerado, Iglesias Turrión, ha ingresado en la cofradía de los conversos de la clase media alta, al proporcionarse, junto a su compañera, un nivel de vida ajeno totalmente a sus posibilidades reales de no estar y pretender continuar en la panacea política (el sueldo de un profesor interino, y el propio, en todo caso, de una mileurista darían para poco más que el mantenimiento e impuestos de la nueva residencia familiar). Esta reconversión pinturera ha merecido el aval de muchos de sus simpatizantes, lo que demuestra hasta qué punto Iglesias Turrión es el Caupolicán para su tribu.

Tiene el gobierno legítimo de la nación ante sí una tesitura complicada, y no exenta de riesgo electoral; ha de gobernar condicionado por compañías, ni fiables, ni recomendables: los populistas, nacionalistas y separatistas que le otorgaron, y de los que precisa, el voto. En un equilibrio tan difícil apuesta por publicitar una acción de gobierno socialdemócrata. Más allá del éxito o fracaso de este propósito, España sigue y seguirá teniendo el problema, en su gobernabilidad, de encarar la defensa de los valores de la nación, el de hacer valer, sin remilgos, el respeto a nuestras leyes constitucionales, el de evitar la humillación a la mayoría de los españoles, que no sufriríamos en ninguna otra nación próxima europea. 

La administración judicial, en septiembre, seguirá su concienzudo trabajo (sobre todo respecto a los felones políticos catalanes), inmersa en los numerosos expedientes por resolver. Pero vayamos a lo fundamental: alguna vez se ha de abandonar la política cainita y retrógrada, derivada de los flecos arrastrados de la Dictadura, que consiste en sacar rédito político hasta cuando se trata de las cuestiones fundamentales que hacen fraterna a una nación. Una nueva generación, tanto en el partido socialista, como conservador y centrista, que se proclama respetuosa con el legado constitucional, ha tomado las riendas de la política; a ellos correspondería ponerse de acuerdo para restablecer los derechos de ciudadanía en todo el territorio.

Sería, de lograrlo, un buen respiro de agosto, para cuantos estimamos los valores de unidad, igualdad y progreso, emanados de la Constitución.
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