21/03/2021
 Actualizado a 21/03/2021
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Una de las principales razones, tal vez la mayor, para que la enfermedad maldita continúe transmitiéndose no es otra que la respiración. Respirar no es bueno. Una cámara infrarroja ha permitido ver a través de la pantalla de televisión toda la porquería que arrojamos al aire en cada exhalación, aerosoles los llaman, y ciertamente es una auténtica guarrada. De nada sirve gastarse los ahorros en que nos arreglen la dentadura y nos eliminen el estercolero del sarro; de nada sirve tampoco seleccionar en el mercado el último grito en tapabocas porque no sabemos acomodárnosla adecuadamente; y de nada vale tampoco estar callados, salvo que nos coloquemos de paso una pinza en la nariz. Por cualquier rendija se nos escapa la basura contaminada. Así que lo mejor sería no respirar.

No tocarse, no abrazarse, no hablarse… El sentimiento de culpabilidad que se arroja sobre los individuos crece en paralelo con el número de contagios. Ya no se trata de saltarse las normas del estado de alarma ni de participar en fiestas clandestinas, lo normal es que todos seamos contagiadores de todos por el simple hecho de existir. Sobramos. Si no respirásemos no ocurriría lo que nos está ocurriendo. Basta revisar esas imágenes psicodélicas en la televisión para confirmar que somos culpables, además de unos cerdos, y que los únicos inocentes son el virus y las administraciones sanitarias, que hacen todo lo posible (éstas ultimas) por convencernos de nuestra responsabilidad.

Respiramos por encima de nuestras posibilidades. Lo mismo que una década atrás vivíamos por encima de ellas y así sufrimos las crisis que sufrimos, porque en el fondo nos lo merecemos. Habría que privatizar el aire, puesto que todo lo público, incluido el oxígeno, acaba siendo fuente de dispendio y malestar social, un derroche de vida que no nos podemos permitir. Menos mal que con toda seguridad la Presidenta de la Comunidad de Madrid lo va a incluir en su programa electoral. A ver si aprendemos y tenemos un verano sofocante.
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