Relatos: Yo quería ser Luis Ocaña

Por Pedro Ojeda Escudero

Pedro Ojeda Escudero
02/01/2021
 Actualizado a 02/01/2021
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Debajo de todo gordo hay un Papá Noel. ¿Cómo sigue el cuento? Yo te miraba perplejo siempre que me decías eso. Qué sabía yo cómo seguía el cuento. Lo que me importaba en ese momento era impulsar la chapa lo más lejos posible sin salirme del camino, pero siempre me pasaba o no llegaba y los demás me adelantaban en aquella etapa de la Vuelta Ciclista a España. Lo más difícil era saltar el montoncito que simulaba la montaña. La pandilla era implacable en el pago de la derrota y siempre regresaba a casa con algunas chapas de menos, las mejores. Al día siguiente, volvía a preparar con todo cuidado algunas. Dibujaba los colores del maillot en una hoja limpia del cuaderno escolar del curso anterior. El Fagor o el BIC eran mis favoritos. Yo quería ser Ocaña.

Y volvía a la pista. Era el primero en idear caminos imposibles, trampas mortales, curvas peligrosas en los descensos de los altos, largas rectas agotadoras. Salía con fuerza, como había imaginado durante toda la noche, las rodillas hincadas en la tierra, los zapatos llenos de polvo, la mirada fija en la carretera. Y entonces oía tu voz: Debajo de todo gordo hay un Papá Noel. ¿Cómo sigue el cuento? Te sabía allí de pie, con una sonrisa burlona y el flequillo desordenado. Bastaba tu voz para que me saliera de la pista y tuviera penalización o que fallara el disparo con el dedo corazón, como si fuera de mantequilla, entre las risas de todos. Comenzaba a perder posiciones y llegaba el último a la meta, descompuesto, agotado y sucio, como los ciclistas que no comen a tiempo y sufren una pájara. Al regresar a casa, sentía la profunda tristeza de la derrota.

Yo quería ser Luis Ocaña porque sabía que no podía ser Eddy Merckx ni Poulidor ni Gimondi y oía en la radio que Ocaña era una promesa del ciclismo, la esperanza española para el futuro. Ni siquiera en sueños me permitía ser otra cosa que una promesa y cuando Ocaña comenzó a ganar carreras yo ya no quería ser Ocaña sino Agustín Tamames, que sabía sufrir en la montaña, y cuando Tamames ganó la Vuelta yo quería ser cualquier otro. Cuando Ocaña se cayó bajando el Col de Menté a punto de ganar a Merckx el Tour, quise volver a ser Ocaña en la camilla de la ambulancia, lleno de heridas de zarzas, magullado y roto, con el culote desgarrado. Para cuando Ocaña se retiró y sufrió un accidente de automóvil yo ya no quería ser nadie porque había comprendido que no me lo podía permitir. Tampoco futbolista porque solo pude ser un lateral derecho leñero que no sabía sacar el balón jugado y en el equipo de la barriada siempre era de los últimos a los que elegían. Alguna vez, defendiendo mi zona del campo, te acercabas por detrás y me repetías: Debajo de todo gordo hay un Papá Noel. ¿Cómo sigue el cuento? Te pasaban el balón al pie, justo por encima de mi cabeza y yo no podía alcanzarte. Me lo decías también cuando por una extraña casualidad compartíamos equipo y terminaba desbordado por los rivales. Debajo de todo gordo hay un Papá Noel. ¿Cómo sigue el cuento?, repetías cuando me tocaba tirar mi canica. Tuve una de vidrio azul que parecía el universo, que me partió alguien con más acierto al golpearla para sacarla del hoyo.

El verano duraba como si fuera eterno, pero en los últimos días se achicaba tanto que parecía no haber existido. A partir de alguna tormenta en la que todo olía a tierra húmeda, las noches refrescaban y comenzaban a llegar a casa los libros del curso siguiente y mi madre los forraba con aquel plástico que olía a colegio. La pandilla de la barriada se disolvía y solo quedaban en la calle los más pertinaces, a los que veía de lejos al ir o venir de algún recado. Se echaba encima septiembre, comenzaba el curso y ponían las ferias en La Cañada. Para ir al colegio, tenía que atravesar por entre los carromatos y las barracas de los feriantes, bordear la carpa del circo y pisar la basura no recogida la tarde anterior. Después, llegaba a la ciudad.

En el verano en el que cumplí los quince años estuve enfermo y adelgacé. Cuando me recuperé, leí el Quijote y me puse a correr a diario los doce quilómetros que había desde la casa de mis padres hasta el Pinar de Antequera. En el otoño, competí en una carrera popular en La Cañada en la que se habían apuntado todos los antiguos amigos de la pandilla. Corrí solo hasta que abandonaron, uno a uno, un quilómetro más que ellos o algo así. Y entonces, me detuve, aunque podría haber seguido hasta la meta.

Mucho tiempo después, Ocaña se suicidó disparándose con un arma de fuego en la cabeza en el cobertizo de su finca, en Caupenne de Armagnac. Cuando escuché la noticia en la radio, pensé que quizá Ocaña tampoco quería ser ya Luis Ocaña.

Con el tiempo, todo se olvida. A veces he llegado el primero a la meta, pero me he dado cuenta de que no sirve para nada. Curiosamente, mis éxitos en la vida han llegado cuando he dejado de soñar con ellos y me han sorprendido hasta el punto de pensar que a quién se referían al felicitarme.

Esta Navidad me ha sucedido algo así. Un libro mío ha sido considerado el mejor del año por la crítica nacional especializada en ensayo, en uno de esos balances anuales que se usan para rellenar el hueco de la falta de noticias. Curiosamente, es un libro que publiqué en el mes de enero, así que para mí es ya tan pasado que cuando leo un fragmento o una página del volumen por insistencia de algún periodista, me parece escrito por otro. No solo por el estilo, que ya no reconozco, sino por el pensamiento que expresa. Después de los meses de la gira de presentaciones y entrevistas me olvidé por completo de él.

Uno de los periodistas que me llamó para comunicarme la noticia fuiste tú. A pesar de que han pasado más de cuarenta años desde la última vez que hablamos, he reconocido tu voz. Por alguna fotografía tuya que ha salido en la prensa sé que te has quedado calvo y que no te ha ido muy bien en la vida. Me hablaste del buen recuerdo que tienes de nuestra infancia, de la libertad que sentías en la barriada. Me hiciste algunas preguntas sobre el libro en las que percibí pronto que no lo habías leído y trabajabas con las notas de prensa publicadas en los periódicos y revistas y que yo mismo había redactado cuando creía en ese libro que tanto éxito tiene ahora. Tras diez minutos de una entrevista anodina idéntica a las que yo había respondido durante todo el día, me preguntaste la razón por la que había escrito el libro. Para buscar el final del cuento del Papá Noel, respondí. Ahora he comprendido que a Papá Noel no le importa nada estar gordo y no necesito seguir compitiendo. Me faltó decirte que me gustaba el olor de los libros recién forrados y contar las semanas que faltaban para diciembre. Tras colgar el teléfono, encendí las luces del árbol y me sentí bien, como hacía mucho tiempo que no me encontraba. Respiré profundamente y comencé a cantar un villancico.

Relato incluido en el libro ‘Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños’ del proyecto cultural ‘Contamos La Navidad’.
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