Relatos: Lombarda y caldo

La propuesta de María Ángeles Paniagua en el libro 'Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños'

María Ángeles Paniagua
03/01/2021
 Actualizado a 03/01/2021
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El chup-chup de la cazuela me indica que es el momento de añadir la lombarda. Desde niña me ha fascinado observar cómo el agua de cocción se va tiñendo de azul oscuro, casi negro, al contacto con la verdura. Minutos después, tras ser escurrida, pasará a la sartén donde la aguardan las finas láminas de ajo que bailan al son del aceite caliente. Una cucharada rasa de pimentón de la Vera completa la receta. Con el fin de obtener el resultado deseado, es imprescindible que este proceso sea lento, muy lento; mover una y otra vez para que el rehogo tenga el sabor y la textura que tanto agradaba a mi padre.

Mi padre era exigente y le gustaba el repollo morado. Para él no existía mesa de Navidad que presumiera de ser tal, en la que faltase una fuente con esta verdura. En mi casa la Navidad, en cuanto a gastronomía se refiere, era sinónimo de lombarda y también de caldo. Un caldo con mucho compango, nada de gallina y poco vegetal. Con el tiempo aprendí que, si flambeas la carne con un buen coñac antes de verter el agua, el guiso queda aún más exquisito y también que, si añades media gallina, el resultado es digno del mejor paladar. A mi padre no le agradaba este animal; una enfermedad infantil, y el abuso por parte de mi abuela de aves en la dieta, provocaron este efecto. De manera que cada año lo incorporaba a la cazuela cometiendo una inconfesable felonía; después, hacía desaparecer los restos antes de que llegasen los invitados. Recuerdo las primeras Navidades que lo hice. Todos los comensales aplaudieron el caldo indicando que estaba mejor que ningún otro año. Lo mismo ocurrió cuando la reducción de coñac casi achicharra el compango y de paso la cocina. Estaba muy atareada con todos los preparativos y olvidé la olla en el fuego. Los huesos se retostaron, pero lejos de estropear el condumio, el resultado fue un excelente consomé.

Kinder, mi perro labrador, me observa desde el fondo de la cocina cuando retiro el tronco y preparo las hojas de la verdura para cocinarla. Mientras, mi padre, que nunca consigue acordarse del nombre de mi mascota y se limita a llamarle perro, me relata historias de su infancia.

– ¿Te he contado cuando tu abuelo se llevó el perro que teníamos en casa a Dueñas?

Lo he escuchado mil veces, pero niego con la cabeza.

– Sí, hombre sí –insiste.

Vuelvo a negar con la cabeza porque quiero oírlo una vez más.

– Era un perro algo viejo…

Kinder comienza a caminar por la cocina moviendo la cola. Me mira con ojos tristes. Cojo una galleta, la tiro al aire, da un pequeño brinco para atraparla con la boca, la mastica con parsimonia, mira a un lado y a otro, tras dudar, decide tumbarse en el suelo junto a la silla en la que acostumbra a sentarse mi padre.

– Continúa papá.

– Pues eso, que era muy viejo; tu abuela ya no lo quería en casa por si un día se moría. Convenció al abuelo para llevarlo a Dueñas. La familia tenía allí una finca.
Sobre la tabla de cocina troceo la lombarda. El sonido del cuchillo tronchando las hojas, me trae recuerdos de infancia. Mis uñas se tiñen. Sonrío, la misma rutina cada Navidad, por mucho que me lave estaré dos días con las manos moradas.

– Pues como te decía, mi padre, un domingo, aprovechando que yo había ido con la abuela al Campo Grande, cogió al perro y se lo llevo a la finca.

– ¿Y no te enfadaste con el abuelo?

– Un poco sí. Pero entre los dos me convencieron de que era lo mejor para el animal y también para mí.

Añado sal y una hoja de laurel. El chup-chup cesa por unos segundos. Espero que dé un nuevo hervor y coloco la tapadera dejando un resquicio para dar salida al vapor. Continúo escuchando la voz de mi padre.

– Al cabo de tres días, a eso de las seis de la mañana escuché lamentos detrás de la puerta de la calle. Pensé que estaba soñando, pero oí como el abuelo se levantaba de la cama y avanzaba por el pasillo.

Vuelvo a sonreír, esta es mi parte favorita. La voz de mi padre es jovial.

– El abuelo abrió la puerta y allí estaba; acurrucado, tiritando y llorando…

Entonces, los dos recitamos a dúo, como si fuese una sola voz.

– Más de treinta kilómetros y regresó a casa, ¡él solo!

Y de nuevo una única voz.

– ¡Tenía más hambre que un alférez de reemplazo! Soltamos una carcajada a la par. Su risa suena como la de un niño.

– Pero ¿para qué quieres que te lo cuente? ¡Si te lo sabes de memoria!
– Me gusta escuchar tu voz, papá.

Paso el resto de la mañana trajinando. El caldo ya está preparado desde primera hora. Coloco los canapés de queso en la fuente blanca del horno. Al asado aún le queda media hora. Para acompañar al lechazo, dudo entre una ensalada de cogollos y pimientos o la de toda la vida de lechuga y tomate. Con tanto Masterchef se nos está yendo la pinza.

Me sigue con la mirada, observando cómo voy de un lado a otro; los bajoplatos que tanto me gustan porque visten de gala la mesa. Las copas de cristal de bohemia, regalo de boda de algún invitado ya olvidado. La cubertería que mi suegra trajo de Portugal… Todo va ocupando su sitio sobre el mantel blanco. Le sonrío cada vez que paso a su lado, pero no puedo entretenerme ni un minuto más, mis hijos están a punto de llegar y quiero que todo esté preparado; hoy es Navidad.

Escucho la voz cantarina de mi hija apremiando a su hermano para que entre deprisa en casa.

– Corre, corre, cierra, que se escapa el olor a Navidad –grita Celia a su hermano.

– Huele a lombarda –Gonzalo empuja la puerta a la vez que olfatea.

– Pues eso, a Navidad.

Dejan los abrigos en el gabanero de la entrada. Lucen jerséis rojos y verdes adornados con renos y estrellas de nieve. Mi hija llevaba tiempo intentando que nos disfrazásemos durante estas fiestas y este año, no sé por qué motivo, hemos accedido.

Me grita desde la puerta de la cocina.

– ¡Mamá! ¿Tu jersey de renos?

– Voy, voy… –corro escaleras arriba.

Bajo ataviada para la ocasión: jersey verde, en cuyo delantero un reno de amplia nariz redonda y roja sonríe bobalicón. La espalda está salpicada de decenas de copos de nieve.
Encuentro a Gonzalo en la cocina. Levanta, una tras otra, las tapaderas de las ollas y cazuelas. Lo ha hecho siempre, desde que tuvo la altura suficiente para meter la nariz en los fogones. Llegaba del colegio y entraba corriendo a fisgar qué había de comida.

– ¿Esto es la lombarda del abuelo? –señala con el dedo el contenido de la cazuela a la vez que sujeta la tapa–. ¿No has hecho caldo?

– Sí, lo hice a primera hora. Está al fresco en el balcón. No me cabía en el frigorífico.

– ¿Y le has echado gallina?

– Chist –coloco el dedo índice sobre los labios.

Se sitúa a mi lado y me echa la mano por el hombro, atrayéndome hacia él. Me doy cuenta de lo mucho que ha crecido; ya es más alto que su padre. Baja la voz y me susurra al oído:

– Mamá, ¿recuerdas cuando el abuelo se sentaba en esta silla cada Navidad, mientras cocinabas y nos contaba la historia del perro que regresó de Dueñas?

Me giro hacía la silla. Kinder continúa tumbado junto a ella, arquea las cejas sin despegar el morro del suelo. Me mira cómplice y adivino en su gesto que él lo recuerda tanto como yo.

Relato incluido en el libro ‘Y nos dieron las doce. Antología de relatos navideños’ del proyecto cultural ‘Contamos La Navidad’.
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