05/09/2020
 Actualizado a 05/09/2020
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Decía el novelista estadounidense William Faulkner que «la vida es un camino sin retorno». Seguramente tenía razón porque salvo ilusión o milagro, nunca vivimos una misma situación dos veces, al menos no la sentimos del mismo modo, aunque tendamos a tropezar con la misma piedra. Nada es igual, todo es incertidumbre, fuga, cambio. Y, sin embargo, septiembre tiene nombre de regreso.

Hemos disfrutado, un poco al menos, de este extraño verano que se acaba. Agosto se ha evaporado en silencio, dejando atrás nuestra pequeña libertad enmascarada para dar paso a un otoño que se acerca tambaleante, indeciso, imprevisible. Pensábamos que la tregua nos habría dado un respiro, que podríamos volver tranquilos a las aulas, al trabajo, a casa. Y regresamos con más miedo si cabe, con temor a contagiarnos de este maldito covid-19 que ha cambiado nuestras vidas para siempre. Ya no vemos el día de darnos un abrazo, de brindar con los amigos que hace tiempo no vemos, de reunirnos sin más límite que un aforo completo. Basta ver una película para sentir nostalgia y pronunciar un ‘qué tiempos aquellos’.

No obstante, hay algo extraño en este septiembre que nace. Superamos el nivel de contagios del terrible abril, pero por fortuna los hospitales no sufren de momento presión. ¿Qué está sucediendo? ¿Al hacer más test afloran miles de asintomáticos? ¿Al virus le ha abandonado su anterior virulencia? ¿Es el turno de los casos leves? ¿Hemos aprendido a convivir con él y a controlarlo?

Hay algo triste en este septiembre: miedo a contagiarse, a perder el trabajo, a que no llegue la ayuda prometida, a enfermar y no contarlo. Un nuevo confinamiento sería inviable, nuestra economía no lo soportaría y sin ella a salvo tampoco podríamos salvarnos. Por eso tenemos que seguir caminando, aunque estemos perdidos. Buscarnos y encontrarnos a pesar de las sombras. Como ya dijo Nietzsche: «Tengo necesidad de soledad, de retorno a mí mismo».
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