19/06/2021
 Actualizado a 19/06/2021
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Estamos rayando el sol, desesperados por tocarlo. Como dice la canción de Maná, son muchas lunas las que lo hemos llorado. Por fin junio avanza imparable entre oleadas de calor y tormentas que huelen a verano. El curso se termina y nunca antes habíamos lanzado con tanto ahínco libros y apuntes al aire para salir corriendo en busca de mar o piscina, pueblos, montañas. Risas y descanso. Placidez del alma.

Tras un curso complicado y largo, en el que muchos enfermamos, sostuvimos nuestros trabajos y hogares con esfuerzo titánico, soportamos miles de horas de mascarillas y teletrabajo, sería nocivo para nuestra salud mental no darnos un respiro. Necesitamos aire, agua, amigos, sentirnos vivos.

El fin de curso es también el presagio de otro fin, o Dios lo quiera, que nada hay seguro al respecto, pero con un alto porcentaje de la población vacunada, si seguimos protegiéndonos a buen ritmo, lo lógico sería que el otoño fuese menos hostil, que las restricciones fuesen levantándose. Lo suyo sería poder decir adiós a las mascarillas que nos han robado la sonrisa y nos han dejado dermatitis varias.

Así las cosas, no podemos cantar victoria. Disfrutar sí, pero con cuidado. Al enemigo nunca debe subestimársele. Todo esto sucede en el mundo ‘civilizado’, en países más o menos ricos de América, Europa y Asia, pero no olvidemos que, en países pobres de África, el nivel de vacunación aún no alcanza el 0,4 por ciento. Esto es un drama añadido, injusto e intolerable. Las farmacéuticas están salvando muchas vidas, pero a cambio de hacerse millonarias. Para lograr la auténtica inmunidad y terminar con la pesadilla haría falta que se liberasen las patentes, que se facilitaran equipos de fabricación y distribución allá donde sean necesarios. Mucha tecnología, modernidad, avances, pero no para todos. A estas alturas debería darnos mucha vergüenza. Al otro lado del estrecho la vida es un interrogante al sur de la alambrada.
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