Ramita de incienso navideño para León

César Pastor Diez
06/01/2021
 Actualizado a 06/01/2021
Debo confesar que pasé muchos años, demasiados años, lejos de León. Podía haber visitado mi ciudad natal muy a menudo; tenía los medios para hacerlo, pero no lo hice, y no tengo excusa. Había algo en León que me pertenecía, y yo de alguna manera pertenecía a León. Cuando uno llega al final de su andadura por el mundo, siente con mayor intensidad esa noción de pertenencia. Además, en mi caso concreto, durante los últimos tiempos he conocido telemáticamente en León a personas maravillosas que por su inteligencia y su amabilidad han contribuido a intensificar aun más ese vínculo invisible pero real que nos une al terruño de nuestros padres y abuelos. Y no fue preciso que esas personas fueran nativas de León sino solo que se hallasen en León en el momento preciso. Me atendieron por medio de Gmail, y les quedo inmensamente agradecido.

En el reciente ciclo navideño quise quemar una ramita de incienso en el altar del recuerdo en honor de León y de los años que viví ahí. Encendí una vela votiva que todavía arde en su claustro de cristal porque la renuevo cada día.

Actualmente, a través de Internet, acostumbro a vagar por los pueblos de León, algunos de los cuales me conmueven al percatarme que tuvieron tiempos de esplendor y de lágrimas y que ahora ya no tienen ni esplendor ni lágrimas. Podría citar, por ejemplo, Paradela y Fonfría en el Bierzo ¿Cuántos pueblos quedan en la provincia de León que tengan un futuro posible, firme y garantizado? Pienso que otro gallo cantaría si León conservase su viejo estatuto de capital del Reino de León con las provincias de Zamora y Salamanca. Salvo honrosas excepciones que confirman la regla, los políticos son de la piel del diablo, se meten en camisas de once varas, hacen mangas y capirotes con la historia, con la geografía y con los sentimientos de los pueblos, cualquier cosa menos acudir en su ayuda cada cual con las atribuciones y competencias que les otorgan sus cargos respectivos.

Todavía quedan en la provincia de León algunas localidades con vida propia y con capacidad para hacer frente a todas las pandemias víricas, sociales, políticas, laborales y de cualquier otro tipo. Pero muchos de sus pueblos y aldeas arrastran una vida lánguida y triste hasta que los habitantes que allí sobreviven se ven obligados a renunciar a sus raíces, a su historia personal y familiar, a coger sus pobres pertenencias y emigrar a cualquier parte donde puedan encontrar un lugar de acogida, aunque sea como ciudadanos de segunda categoría.

Las zonas del mundo rural que en cualquier punto de España van quedando deshabitadas, ya solo son fuente de inspiración para poesía elegíaca y mística. Poca cosa basta para iniciar un poema triste: una roca desprendida, una charca desierta en la que oscila un junco marchito, las ruinas de un edificio ya cubiertas de vegetación salvaje, el humo de una cabaña elevándose por encima de las desnudas copas de los árboles; el campanario semiderruído de una aldea en el fondo del valle donde el verano cuece los cerebros o en lo alto de un cerro donde el invierno cuaja hasta el aliento. Sin embargo, en el momento presente me interesa la provincia de León, que es rica en paisajes variados y hermosos. Pero eso no basta para vivir.

Al buscar pueblos leoneses de vida precaria, una de mis intenciones era encontrar alguno en la maragatería, para investigar si entre los ex habitantes de aquellos pueblos pudiera haber algún antepasado mío por parte paterna, ya que mi padre, nació, creció y estudió en Astorga. Él me contaba historias sobre los orígenes de la maragatería. Decía que siglos atrás muchos pueblos de la comarca constaban de un gran patio vecinal protegido con gruesos muros para evitar las frecuentes incursiones de los cacos bereberes que merodeaban por los alrededores y que la presencia de estos berberiscos en aquellas tierras podría indicar que los primeros habitantes de aquella zona fueron árabes. Hay quien dice que en Astorga nació Poncio Pilatos. Yo no lo creo, ni me importa. Prefiero saber que en Astorga nació Leopoldo Panero, pionero de una saga de poetas por los que mi padre sentía una franca admiración.

También me hablaba de las pandemias frecuentes en aquel tiempo como la silicosis y la tisis contagiosa, abanderadas de la pobreza, que en el siglo XIX causaban estragos en la población, donde un hombre a los 40 años ya era un viejo. Afortunadamente en un siglo la esperanza de vida se ha doblado, de manera que hoy un hombre a los 40 es un chaval. Mi padre, que estudió ocho años para cura en el Seminario Menor de Astorga y después en Valladolid, me contaba maravillas de la comarca maragata, y eso que él ya no conoció las reuniones nocturnas de los filandones, durante el verano sentados en sillas en la calle y en invierno en casa al amor de la lumbre, en que las mujeres hilaban mientras los hombres explicaban leyendas, fábulas o anécdotas reales ocurridas en el vecindario. Era una tradición heredada de algunos pueblos de Salamanca donde a esta costumbre se le llamaba serano (atardecer). Todo esto, que era encantador, quedó barrido con la llegada de la televisión.

Mi padre no terminó los estudios eclesiásticos. Llegó un momento en que empezaron a gustarle las chicas, colgó los hábitos, y tras ganar unas oposiciones se hizo funcionario del Estado. ¡Uf! Menos mal, porque si acaba los estudios y canta misa yo no estaría aquí explicando historias. Por eso se me ocurre pensar que el nacer o no nacer de algunas personas es simple chiripa, chamba, azar o albur que brinca en un sueño como brinca la bola de la ruleta en el casino y no sabe en qué número se va a detener. La vida es así, y no hay que darle vueltas.
Lo más leído