05/12/2021
 Actualizado a 05/12/2021
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Estamos programados para sobrevivir a nuestros padres y a nuestros ídolos, incluso a nuestros amigos más íntimos. Pero no tenemos herramientas para superar otras muertes, especialmente la de nuestros hijos, pero también los amores de toda una vida o las personas que un día estuvieron próximas y de las que nos separó un desencuentro. Este último caso nos deja especialmente inhabilitados, porque la muerte deja muchas cosas sin resolver, colgando: muchos condicionales y subjuntivos, demasiados «y si…».

Es además, una oportunidad peligrosa para querer centrar el protagonismo en el «yo» superviviente. He editado demasiados obituarios como para conocer la tentación que tiene el ser humano de auto-celebrarse con motivo de la muerte ajena. Supongo que será otro mecanismo mental para no querer mirar al final de nuestra película, inevitablemente negro y triste.

La primera vez que sentí esto fue con Alberto. No éramos ni muy colegas ni tampoco enemigos, pero me vaciló, yo se la devolví más gorda y me metió un puño que esquivé y que le puso los nudillos en cabestrillo. Al poco se cambió de colegio y no pude volver a hablar con él. Tres años después me dijeron que se había matado en un accidente de carretera. Estuve obsesionado con aquella última interacción entre ambos, absurda y que nunca se arregló.

Contigo fue diferente. Éramos como un matrimonio, todo el día juntos y la mayor parte de las veces sin hacer el esfuerzo de entender al otro. Quizá por eso se nos rompió la amistad. Nunca me gustó la discordia y por eso puse tierra por medio, en vez de quedarme a escuchar tus argumentos. El caso es que estuve mucho tiempo obsesionado con aquello. Incluso te convertiste en el personaje más recurrente de mis sueños: volvíamos a coincidir en sabe dios qué contexto, yo intentaba mantener el tipo como que aquí no ha pasado nada mientras tú estabas tan normal. Y yo pensaba que sí, que lo habíamos conseguido, que ya estaba todo solucionado. Entonces me despertaba.

Recuerdo cuando, hace no tanto, me encontraste y me pusiste la mano en la espalda. No sé cómo sería mi cara al ver la tuya, pero me la imagino por la frase que me dijiste: «Puede que no me creas, pero estoy muy contento de volver a hablar contigo».

El otro día vi tu serie en televisión y pensé en escribirte algo corto y bonito. No lo hice y ahora ya no puedo. El remordimiento me acompañará hasta el día que me toque a mí. Que la vida iba en serio, decía Gil de Biedma, uno lo empieza a comprender más tarde.
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