jose-miguel-giraldezb.jpg

Quizás empieza el futuro

28/09/2020
 Actualizado a 28/09/2020
Guardar
Como el presente no es muy atractivo que digamos (más bien nos produce un gran desasosiego), no dejamos de hacer proyecciones de futuro. El ser humano siempre se proyecta hacia adelante, es un mandato de las leyes de la supervivencia. Pero nadie sabe nada sobre los años que vienen, por no hablar de los siglos. La literatura (también las series de televisión) se afanan en distopías y argumentos de ciencia ficción, y a tenor de su éxito parece que tienen un mercado: inventan mundos imaginarios pero tal vez creíbles, ahora que sabemos que casi cualquier cosa es posible.

Curiosamente, casi ninguno de esos futuros de ficción que nos dibujan tiene muy buena pinta. La mayoría predice que el planeta no da para mucho más (no hace falta una bola de cristal para darse cuenta, también es cierto), así que en esas historias siempre hay dictaduras crecientes que luchan por el agua limpia que pueda quedar, que viven en estructuras marcianas (aunque sea en la Tierra) para evitar las altísimas temperaturas que a buen seguro alcanzaremos, o simplemente nos anuncian que hemos abandonado este planeta y viajamos, criogenizados, o como sea, a muchos años luz, en busca de otro planeta receptor, donde iniciar una nueva vida. Ficciones, sí, pero al parecer no tan desencaminadas.

Eso pensaba el otro día contemplando los primeros capítulos de ‘Raised by wolves’ (‘Educado, o criado, por los lobos’), una serie que en España pasa por TNT, pero que ha sido producida por HBO Max. La serie es muy recomendable (Ridley Scott en estado puro, con su estética futurista que tantas veces nos maravilló, y en este plan). Pero la historia, como decíamos, nos presenta un futuro bastante negro y violento, una vida entre androides con poderes terribles y una empatía muy limitada, y con apenas un puñado de humanos, que navegan por el espacio en busca de un lugar para mantener la especie, antes de que desaparezca para siempre. Todo sucede, al menos en el inicio de la serie televisiva, es el muy conocido exoplaneta Kepler 22b, y allí ocurren cosas duras y turbadoras, aunque bellamente contadas.

Esta historia (sólo he empezado a verla, pero ya tiene asegurada una segunda temporada) entronca directamente con los miedos actuales, por mucho que nos hable del futuro. Contiene una profunda carga filosófica, naturalmente. Al verla te planteas qué ocurrirá con la inteligencia artificial si en algún momento deja de ser controlada por el ser humano, o si se vuelve contra él. Es decir, si acaba siendo más inteligente y pragmática. O si sus filtros éticos no informan todas sus decisiones, o si está dominada por alguien indeseable. Vislumbras una sociedad en la que serán los robots los que decidan sobre nuestra forma de vida, los que, en último término, puedan decidir sobre nuestra supervivencia.

La ciencia ficción siempre ha intentado predecir el futuro (sólo hay que pensar en Ray Bradbury, en Huxley, en Asimov, en Carl Sagan -más divulgador y científico, en Philip K. Dick, en fin, en todos los grandes). Dibujaron un futuro posible, sí, con gran voluntad estética, pero también como aviso a navegantes. Es decir, a menudo diseñaron un mundo en el que la tecnología mejoraría nuestras vidas, pero que también nos colocaría ante grandes retos y ante grandes dilemas, difíciles de resolver. Algo que, por supuesto, ya empieza a suceder. Cuando éramos niños creíamos que después del año 2000, más o menos, comenzaría eso que científicos y escritores llamaban futuro. Era una frontera temporal redonda y perfecta, como nos gusta, pero ahora sabemos que equivocada. No sólo no ha comenzado el futuro, sino que algunos rasgos del pasado, que creíamos superados, han regresado peligrosamente. Sin embargo, reconozco que hay ‘síntomas de futuro’. Y una vez más, como en todas esas historias de ficción, son síntomas que anuncian miedos, incertidumbres, decepciones, inseguridades.

La pandemia nos ha traído una mayor preocupación por el porvenir. De pronto, como ya hemos dicho otras veces, nos hemos hecho más conscientes de nuestra enorme fragilidad, hemos sido despojados de un plumazo de esa arrogancia muy propia de las sociedades avanzadas, quizás al descubrir que no lo éramos tanto. Una buena cura de humildad que, eso sí, no nos libra de la situación. Pero que coloca a la ciencia (no a la ciencia ficción) como algo imprescindible e irrenunciable.

Mientras florecen las conspiraciones y las teorías más peregrinas, mientras los visionarios y los futurólogos se abren camino por todas partes (como sucedió siempre en momentos de grandes crisis), lo cierto es que la ciencia se presenta como la única solución posible para el futuro de la humanidad. Basta con ver los informativos (donde a menudo se acumula todo lo negativo que nos pasa) para saber que un gran dilema se dibuja ante nosotros: o seguir atrapados en el bucle de los debates absurdos, en la perpetua discusión política, en la verborrea pueril que a nada conduce, o convencernos de una vez de que se necesita una acción razonada, colectiva, generosa y, por supuesto, científica. Es posible que en eso consista estrenar de verdad el futuro.

Los expertos en crecimiento personal e inteligencia emocional (tan de moda) suelen decir que la máxima preocupación debe ser el presente: es lo único que tenemos. Así no caeremos en la ansiedad ni en el miedo. Porque el miedo es la más grande de las cárceles, me decía el otro día Curro Cañete. En realidad, el futuro es la proyección de lo que sucede ahora mismo. El ser humano quiere saber cómo será lo que está por venir, aunque biológicamente no lo pueda alcanzar, pero de pronto ha descubierto que ese futuro está lleno de incertidumbre, porque también lo está el presente. He aquí la gran debilidad de nuestro tiempo. Y, sin embargo, sobre todo eso puede construirse una sociedad más fuerte y empática.

El deseo de supervivencia nos hace contemplar nuevos y lejanos planetas. El otro día, alguien descubrió fosfinas en las nubes de Venus, un lugar infernal. Pero las fosfinas son un marcador de vida, y hay científicos que creen que esas nubes sulfurosas podrían albergar microorganismos en el momento actual. De nuevo viene a mi mente la ciencia ficción, y el Kepler 22b. Esa perpetua necesidad de reinventarnos, de resistir, es nuestra mayor fuerza. La misma voluntad que guía a los últimos humanos de ‘Raised by wolves’. No volaremos a Venus, tan brillante, donde no se puede vivir, pero sí quizá a algún otro lugar. De momento, bastaría con dedicarnos con más energíay lealtad a proteger la tierra que pisamos.
Lo más leído