david-rubio-webb.jpg

Quemar después de votar

28/05/2023
 Actualizado a 28/05/2023
Guardar
Mi abuelo me daba veinte duros de propina y tantas indicaciones sobre cómo gastarlos que, durante un instante fugaz, llegaba a contemplar la posibilidad de no cogerlos. La retahíla de sus recomendaciones giraba siempre en torno a aquello en lo que no debía gastar el dinero, ni chuches, ni máquinas, ni cromos, y era tan larga que básicamente me quedaban muy pocas alternativas más allá de ingresarlo en la hucha que, pese a que no lo recuerdo bien, supongo que él mismo me habría regalado. Llegué a sospechar que un día, pasados los años, con la misma naturalidad con la que me preguntaba «¿En qué te los vas a gastar?» justo cuando yo abría la mano para recoger la moneda, me llegase a decir lo que debería tener ahorrado sumando todo el dinero que me había ido dando a lo largo de los últimos años.

Lo que sí recuerdo perfectamente es que, con sus propinas y algo más, la primera vez que salí con mis amigos sin la supervisión de un adulto llevaba en el bolsillo 500 pesetas. Lo sé porque, al salir de Casa Blas, me dieron el palo. No sólo me quitaron todo lo que llevaba encima, sino también la ración de patatas picantes que acaba de comprar y que, sinceramente, fue lo que más me dolió. Todo un trance. Nunca olvidaré la mirada clavada de aquel tipo, las monedas que dejé caer en su mano, por supuesto sin atreverme a preguntarle en qué se las iba a gastar, y que en aquel momento trascendental mis amigos se esfumaron como por arte de magia, aunque luego volvieron tan asustados y compadeciéndose tanto de mí que me dieron más patatas de las que tenía mi ración. Al volver a casa, hubiera preferido contar que me había gastado las 500 pesetas en alcohol y tabaco, pero acabé confesando la verdad y completando el descubrimiento de lo rentable que puede salirle a uno lo de dar pena.

Pese a que, a mi edad, mi abuelo ya había sobrevivido a una Guerra Civil en la que perdió a uno de sus hermanos, había aprobado una oposición de Magisterio y había tenido cuatro hijos, a menudo me sorprendo hablando como él. «¿Y tú de quién eres?», me escucho preguntar a los chavales de mi pueblo cuando les veo gastarse el dinero de sus propinas. Supongo que son cosas de la «mediana edad», expresión cruel donde las haya. Ahora me doy cuenta de que nunca debí salir del nido que mi abuelo me hacía en su sillón para ver juntos la tele, el mismo en el que una vez, pese a lo serio que era, le vi llorar de la risa con Martes y 13, Encarna y sus empanadillas.

Me he acortado de las indicaciones que me daba mi abuelo para gastar su propina cada vez que, durante la campaña electoral que acaba de terminar, alguno de los candidatos me pedía su voto. «¿En qué te lo vas a gastar?», les hubiera preguntado de no ser por el fundado temor de que me hubieran soltado la turra de sus respectivos programas electorales. Eso sí que es una retahíla. Así que, como ya empiezo a hablar como hablaba mi abuelo, les diré mejor en qué no quiero que se gasten mi voto, a ver si toman nota de la chapa, que por aquí llevamos dos semanas (y mucho más en realidad) soportando la suya. En algunos casos, es más peligroso entregar un voto a un determinado político que darle 50 euros a un adolescente con ganas de vivir experiencias fuertes.

De modo que pueden ustedes tomar nota: no quiero que se lo gasten en pagar deudas del pasado, en devolver favores, pagar peajes de su carrera política que les han servido para llegar hasta donde están, ni quiero que lo utilicen para ganar puntos dentro de sus respectivos partidos, para seguir escalando puestos y llegar un poco más arriba; tampoco quiero que empleen mi voto para negociar cargos y sueldos (aunque lo llamen pactos), para ganarse apoyos que les permitan repartirse el dinero que, sin aclarar nunca exactamente para qué, cada mes de junio me pide Hacienda, ni para cambiar alcaldes y concejales como si fuesen aquellos cromos, ni para hacer con ellos lo que les manden desde Valladolid o desde Madrid, ni para dejar que las multinacionales destruyan el paisaje de mi provincia, ni para comprar silencios, ni para engordar las nóminas de los funcionarios pata negra que les ponen trabas o les ayudan en sus proyectos, ni para mantener a caciques que se creen dueños de las instituciones y aprueban subvenciones como si fueran propinas.

Sé perfectamente que, como me decía mi abuelo antes del soltar la moneda de veinte duros, van a hacer lo que les dé la gana. Sepan que algún día les preguntaré cuánto les queda. En realidad, sé también que me van a dar el palo, pero mi abuelo decía que había que votar siempre, porque él no pudo hacerlo durante demasiado tiempo.
Lo más leído