03/12/2019
 Actualizado a 03/12/2019
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Desde casa, el hogar abraza el fuego que se entretiene deshaciendo la leña en un rincón de la estancia cálida, con olor a pan recién hecho. La luz parpadeante que deja engatusa a la anciana que deshace un jersey para rehacerlo en chaleco. Mueve la hamaca escocida por un tiempo con achaques, bajo una cadencia sonora que no le importa escuchar. Es su mantra, mantenido a diario cada tarde, cuando el sol da la hora y vuelve a buscarla mirándola, tras el cristal. Suspira al paso de un recuerdo que regresa. El de los hijos que el endiablado trabajo se llevó a kilómetros de ese fuego. Y le horroriza descontar en el calendario los días que quedan para Navidad, otro 25 de diciembre en el que tampoco estarán. Y el reuma campa a sus anchas por sus piernas, el lumbago juega en su espalda cada mañana y la tos, esa maldita tos perpetua… La infancia y la senectud no son para soledades, entiende, pero se siente segura con ese ovillo entre manos que ella ha hecho y deshecho tantas veces, siempre acariciando con soltura la misma lana que alivia el dolor de los dedos descomponiéndose al paso de los años. Desde el otro lado, alguien la mira y ve todo. Un escenario de vidrio que romper o atesorar. Y decide lo segundo al escuchar el chirriar de la hamaca. Cambia maletas por tecnología en un proyecto que alivia desde su bautismo ‘Quédate’, y le enseña, desde una pantalla, cómo se produce un sunami de kilómetros instantáneo que despierta la sonrisa blanda de la anciana. Del otro lado, sus hijos frente a la Casa de la Ópera de Sidney. Sujetan el teléfono temblando, pero no de frío. Mamá, qué guapa te has puesto ¿dónde vas? Y a la anciana se le enciende el orgullo al ver que no hay lágrimas al otro lado, que nadie le reprocha el matrimonio que ha forjado de vejez y soledad en el pueblo. Ella entiende, ellos también y la casa siempre está encendida.
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