Estén donde estén, estos establecimientos comparten el mismo olor peculiar, a celulosa de papel, tinta, colas. Unos pocos, emiten además otro aroma entre maternal y lúbrico, catalizado por el respeto de sus dueños hacia objetos que almacenan emociones. En aquellas baldas estaban reunidos a cientos, puestos a disposición del público por un precio irrisorio, volúmenes de pensadores inmortales, cuyo denominador común consistía en otra cualidad genuinamente humana, la capacidad de abstracción, de crear universos ficticios más auténticos que la realidad. Cruda realidad.
En estantería aparte Marx, Engels, Stalin, Lenin, Mao, Ibarruri, Carrillo, Semprún, Anguita. Ideales subversivos, prohibidos hasta hacía bien pocos años. Chicosmelenudos y chicas rapadas celebraban una tertulia en la trastienda,pasaban de mano en mano un tocho. Puse la oreja. Palabras sueltas trajeron asuntos ilusionantes, de tipo médico-revolucionario, para subsanar el mundo mediante tiritas. El negocio tenía un dejo a patio de Monipodio intelectual. A juzgar por su antigüedad y el remanente sedicioso, la dueña habría aguantado más de un rapapolvo político. El nombre de la librería pudiera ser Utopía.
Por fin terminó las compras el amigable tropel interracial. Sin ser conscientes y sin pretenderlo porque quizás ya lo habían logrado, salieron a la calle equipados de herramientas suficientes para diseñar una sociedad nueva, herramientas de hermandad y armonía, capaces de unir civilizaciones, asumir distintos dogmas, eliminar odios, que se dice asimismo Utopía o más bien Ingenuidad. Sonriente me atendió Marujina, habladora, de ojos cascabeles. Facilitó datos sobre el colegio y los escolares, muchos de ellos hijos de emigrantes portugueses, caboverdianos, ecuatorianos, o de refugiados vietnamitas, pakistaníes, angoleños. Vi una oportunidad de redención, marché aprisa temiendo se esfumase, en la ventolera de capturar una instantánea que infundiera optimismo al estudio. Algo de optimismo a un residual territorio de viejos.
Los pillé en el recreo. Tras explicarle a la muchedumbre lo que pretendía, uncolectivo fue ahuecando el ala convencido de perder el alma si lo retrataba. Los restantes se agolparon frente a la cámara, posaron jubilosos. Semejante manifiesto de alegría le subió la moral a la expedición. Al tumulto acudieron dos maestras, esgrimiendo sendos bolsos como si dentro llevasen ladrillos. Riñeron y dispersaron a los manifestantes, reclamaron al fotógrafo la autorización del director, y como le faltase loempapelaron en secretaría.
Bembibre, enero de 1991.
