18/10/2020
 Actualizado a 18/10/2020
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Con la muerte de ese anciano cuyo cadáver no fue encontrado hasta dos días después de acudir a una cita médica en los baños de un hospital público, nuestra Sanidad, y probablemente la sociedad en su conjunto, ha tocado fondo. La noticia, sobrecogedora, es de una tristeza indescriptible. Insisto, no se puede caer más bajo. Un suceso semejante, que debería haber ocupado la portada de todos los periódicos del país durante días, y que casi ha pasado desapercibido, tendría que haber provocado un seísmo en las instituciones, desde la Consejería de turno a la propia Monarquía, con El Rey presentándose a pedir explicaciones a las puertas de la morgue. No quiero ni pensar lo que se les habrá pasado por la cabeza a los hijos de ese hombre, pero si a mí me hubiese sucedido algo parecido, si hubiesen dejado morir a mi padre en un retrete como un perro, seguramente hubiese dado con mis huesos en la cárcel: porque hubiese ido, daga en mano, a buscar a los responsables.

No sabe bien qué se puede añadir a esto y cómo asumirlo sin que le tiemble a uno el pulso y el corazón. ¿Cómo expresar, cómo abordar lo que entraña (la negligencia, la ausencia de controles, el despropósito, la desidia, la gestión ínfima y grotesca), sin perder los estribos? ¿Cómo aceptarlo, mientras nuestra clase política sigue sin bajarse de su delirio onanista? ¿Qué decirles?

En 1967, Arthur Penn rodó una película sobre la vida errante de la célebre pareja de forajidos Bonnie Parker y Clyde Barrow (interpretados por unos inolvidables Faye Dunaway y Warren Beatty), que es considerada hoy en día una obra maestra. El film, inevitablemente, deriva en una ‘road movie’ que narra la huida constante de sus protagonistas a través del cosmos sureño de la Gran Depresión. Casi al final, después de atracar un banco, deciden secuestrar a los propietarios del coche que se ven obligados a robar y, después de meterles el miedo en el cuerpo, acaban simpatizando con ellos, intercambiando confidencias, sándwich y chascarrillos. En un momento dado, Bonnie le pregunta al hombre en qué trabaja y este, dando un mordisco a su emparedado, le dice que es dueño de una funeraria. Bonnie gira el rostro de golpe y crispa su mandíbula. Mirando a la cámara como si le hubiesen extraído sangre del alma, Faye Dunaway baja la voz y le susurra a Beatty: «Que se bajen».

Pues eso, maldita sea: que se bajen.
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