14/06/2020
 Actualizado a 14/06/2020
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Hay una carrera desenfrenada por inventar una vacuna contra el covid-19. Por desgracia, todo indica que España habrá de importarla del laboratorio extranjero donde se produzca. Si bien hemos inventado el submarino, el autogiro, el funicular, el Talgo, la guitarra española, el chupa chups, el futbolín y la fregona, sin embargo, desde 1901 solo hemos tenido dos premios Nóbel en el campo de la ciencia: Ramón y Cajal (1906) y Severo Ochoa (1959, ya nacionalizado estadounidense), ambos respectivamente compartidos.

Una patente es un derecho exclusivo que se concede a una invención. Pues bien, el sistema de patentes es una asignatura pendiente de la competitividad española. Nuestro patrimonio de patentes está muy por debajo de los países del entorno. Y en la solicitud y comercialización de las mismas España ocupa un nivel ínfimo entre los países desarrollados.

Antes de la irrupción en España de la pandemia ya éramos un país bastante retrasado en la competición internacional sobre investigación y desarrollo. Que investigamos poco y patentamos menos es una obviedad. El I+D patentable en España es lamentable. Apenas si ha crecido en los últimos años. Hay que tener en cuenta que una patente es un activo, una parte de valor de una empresa. La realidad no admite dudas: cuanto más avanzado sea un país, más patentes tiene. El mayor capítulo de ingresos por comercio exterior no proviene de la exportación directa, sino de las regalías o royalties que cobran sus empresas.

Lo paradójico es que siendo deficitarios en el campo de la investigación y desarrollo de las distintas ramas de la ciencia, sin embargo, somos campeones del mundo y de Europa en distintas especialidades deportivas y de diferentes edades, tanto en el deporte masculino como en el femenino. Y hay algo aún más paradójico. Antes de la entrada en Europa de los opulentos asiáticos en el mundo del fútbol, nos permitíamos el lujo de comprar los jugadores más caros del mercado, a través de dos grandes empresas: Real Madrid y Barça. Sin embargo, al mismo tiempo nuestros mejores cerebros emigraban al extranjero, tanto por falta de empresa como por conseguir una mayor remuneración y mejores medios para la investigación en el desarrollo de su competencia.

Hace 238 años apareció en la ‘Enciclopedia’ de Francia un artículo titulado ‘España’, en que se decía: «Qué se debe a España; de dos, de cuatro, de diez siglos a esta parte? ¿Qué ha hecho por Europa?» El autor, Masson de Movilliers, negaba el aporte de España a la civilización. Tal artículo hizo mucho ruido en su tiempo. Y fueron varios, como los abates Cavanilles, Denina, y escritores como Antonio Ponz, Juan Pablo Forner y Julián Juderías, los que se lo reprocharon con respuestas apologéticas acerca de la cultura española.

Pío Baroja salió al paso diciendo que estos apologistas tenían razón en parte, pero no en todo. Así como Masson no quería ver lo positivo de la civilización española, los apologistas no querían ver sus deficiencias. Pero contra quien más impactó Baroja fue contra Miguel de Unamuno, quien había lanzado la frase: «Que inventen ellos», refiriéndose a los pueblos inventores, o lo que es lo mismo, que sean los extranjeros quienes construyan la ciencia. Una torpeza, un desacierto y una frase de seminario o sacristía, a juicio del autor de ‘El árbol de la ciencia’, quien ponía la frase unamuniana al lado de la exposición frailuna de Cervera, en 1817, en la que se decía: «Lejos de nosotros la peligrosa novedad de discurrir», «lejos de nosotros la funesta manía de pensar».
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