29/04/2016
 Actualizado a 19/09/2019
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A mi amigo el que trabaja de machaca los fines de semana en un putiferio le fundo a preguntas cada vez que le veo. No puedo evitarlo, me paso la vida eternamente sorprendida, pero es que es un mundillo que me horroriza tanto como me fascina. Prejuicios aparte, juro que quisiera entender muchas cosas, aunque de momento, nada. ¿Qué busca un tío en un antro siniestro, o no tanto, a la caza de un trozo de carne y sexo pagado? Obvio que un polvo, aunque dice él que algunos ansían más la compañía que un rapidito entre sábanas sudadas. ¿Para eso no están los bares? «Aquí hay otros desahogos», dice, «unas copas, unas rayas, tetas, esto es otra cosa». No pregunto más.

Había un juez leonés que siempre llevaba la cafinitrina y una viagra en el bolsillo –juro que las enseñaba sin pudor– y decía tener una norma infalible: «Al médico y a follar, siempre de pago». Y te reías, porque te reías, pero nunca vi dónde estaba la gracia en aquel elogio suyo a los puteros.

Ahondando en la cuestión, esta semana hablábamos de esos pájaros que llegan al puticlub, se toman las copas, ojean y se llevan ‘a casa’ a una chica a golpe de billetes morados. Los que están acostumbrados a pagar por todo: quiero un cochazo, lo compro; quiero una mujer joven y hermosa, ¿la pago y es mía un rato? Repugnante, muy triste, pero «es una opción», que diría mi amiga Anita (de ella admiro su infinita capacidad de empatía, lo poco que juzga, lo mucho que escucha, lo bien que arropa).

Y el debate sobre los puteros lo aplazamos. Cuantas más respuestas, más dudas.
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